CAPITULO I
I
18 DE NOVIEMBRE DE 1809
O REGUEIRO
ALDEA DE SANTA OLAYA DE
ESGOS
OURENSE
1
Parecía deambular el médico
aquella noche iluminada por una excesivamente radiante luna llena, pero lo que
en realidad hacía era esquivar los charcos embarrados que a buen seguro iban a
dejarle las botas empapadas hasta las rodillas.
Mientras intentaba sujetarse
el sombrero de fieltro negro con una mano y asía su abultado maletín con la
otra, maldecía la hora en que vinieron a avisarle para que atendiera a una
enferma con suma urgencia. Se había puesto el abrigo pesado de cuero pero no
había tenido tiempo suficiente para vestirse con ropa mas caliente debajo, ni una
bufanda para protegerse la garganta. Y es que la noche era gélida, era una noche
helada de esas en las que nadie debería moverse del lado del fuego. Esas noches
en las que el frío polar se incrusta en la piel en forma de finísimas cuchillas
que se clavan hasta la médula y te paraliza absorbiéndote la energía, el calor
y, en algunas ocasiones, la vida.
Atravesó casi toda la aldea
dejando el carro demasiado lejos de la casa de la enferma que tenía que ver a
toda urgencia. Una finísima llovizna empezó a caer y el doctor Federico Ramírez
tuvo que apresurar el paso para encontrar cobijo lo antes posible.
-¡Dios, vaya noche tienen algunas para
alumbrar a un Rapaz! ¡Santa María Madre de Dios...!
2
-..¡Ruega por nosotros pecadores!–rezaba María
Ángela Blanco que parecía ajena a la trágica escena que estaba teniendo lugar
en la estancia. Pero Ángela sabía perfectamente lo que allí estaba pasando.
María Blanco, su hermana,
yacía en un camastro de madera tapada solo por una sábana tan manchada de
sangre que apenas se podía apreciar el color original de la tela.
-¡Vamos María, un esfuerzo más y ya viene!-le decía su prima Isabel sin saber muy bien
qué hacer. La joven comadrona había asistido ya unos cuantos partos y alguno de
ellos del matrimonio Blanco Romasanta, pero lo que estaba ocurriendo aquella
noche no era un parto normal. Aquello era cosa del demonio.
María Blanco aullaba con los
ojos en blanco y las manos tendidas hacia el techo de la habitación como
implorando al cielo que la liberara de aquel indescriptible dolor.
Dos mujeres más miraban la
tétrica escena sin hablar. Una de ellas tapaba los ojos al joven Antonio, hijo
de la enferma, que miraba entre las rendijas de los dedos de la mujer.
-..Ahora y en la hora de nuestra muerte, Amen,-rezaba Ángela.
-¡Vamos María, otro poquito más!-animaba Isabel.
Miguel Blanco, el marido de
María Romasanta estaba en la habitación de al lado viendo la escena por la
rendija de la puerta que estaba entreabierta. Parecía insensible al frío que
hacía en la calle. Vestido solo con un pantalón de pana negra, una camisa ancha
blanca y un chaleco, el hombre, alto,
fino y con el rostro gastado por el trabajo de muchos años, permanecía
completamente ajeno a la escena que se estaba desarrollando en la habitación de
al lado. Llenó un vaso con el vino de la jarra que tenía en la mesa y bebió
todo el contenido de un trago. El médico abrió la puerta de golpe mientras
Miguel Blanco depositaba el vaso de nuevo sobre la mesa y se disponía a
llenarlo de nuevo.
-¡No bebas tanto Miguel, que un día te vas a
morir por ello.–protestó el médico,que acababa de llegar a la casa, sin apenas dirigir una mirada al hombre
delgado que parecía casi un cadáver a la luz de la vela que iluminaba la
rudimentaria habitación.
El médico abrió de par en
par la puerta de la habitación donde estaba teniendo lugar el parto y no pudo
reprimir un sobresalto al ver a la mujer convulsionándose debajo de una sábana
ensangrentada. Mientras tanto, cuatro mujeres y un niño asistían impotentes a
la tragedia que estaban presenciando.
La primera en ir al médico
fue la joven Isabel para susurrarle al oído:
-No sé si será el niño o la madre, pero uno de
los dos no verá amanecer.
Lo dijo muy bajo para que no
lo oyera la parturienta que imploraba al señor entre gritos y convulsiónes. En
realidad lo dijo para que nadie más que el medico lo oyera pero Ángela tenía un
oído muy fino y contestó:
-Y más nos valdrá que este niño no vea nunca
la luz.
-Ángela por Dios no digas eso. – Replicó
Isabel.
-Niño, ve a por un cubo de agua y busca otra
sábana- Dijo el médico al
percatarse del joven Antonio.
-¿Yo? ¿Ahora?- contestó el niño.
-¡Pues claro, rapaziño! Que tu hermano no va a
esperarte para nacer. ¡Anda, apúrate!
El niño cogió una de las
lámparas, pasó al lado de su padre que estaba de nuevo vaciando un vaso de vino
y después de enfundarse en un abrigo largo y cubierto por una pesada manta,
salió a la noche lluviosa rezando para sus adentros” Dios bendito y
misericordioso, haz que nada le pase a mi madre”.
En el interior, el médico,
que acababa de quitarse la chaqueta y se estaba remangando la camisa a la
altura de los codos se acercó a Maria y dedicándole una sincera sonrisa le
dijo:
-¡Bueno, María, alumbremos a este niño!
Cogió un paño mojado de una
vieja jofaina y lo pasó por la frente de la mujer que dio la impresión notar
medio segundo de alivio antes de volver a los espasmos.
-Forzas do ar, terra mar e lume, a vos fago
esta chamada... -Comenzó a invocar la hermana
de la parturienta.
-¡Ángela por Dios Cállate!- le recriminó
Isabel.
-... Si e verdade que tendes mais poder que a
humana xenté.
-¡Ángela, por el Amor de Dios, te lo ruego!
-.. Aquí e agora, facede cos espíritus..
-¡POR EL MISMÍSIMO DEMONIO! ¡QUE ALGUIEN HAGA
CALLAR A ESTA MALDITA MEIGA!.- La voz de Miguel Blanco
sonó por encima incluso que de la de su mujer que agonizaba con unos alaridos
cada vez más fuertes.
-¡CALLATE TÚ, BORRACHO INÚTIL! ¿ES QUE NO VES
LO QUE HAS HECHO? Este niño es el séptimo varón de un séptimo varón que nacerá
en luna llena y portará la fada durante toda la vida.
-Este niño no es mi séptimo hijo, vieja
estúpida.- contestó Miguel al tiempo que se levantaba de la mesa. ¿No ves que
tan solo tenemos...?
-¿Y Fernando?–cortó la mujer- murió al nacer pero
nació, y Sebastián. ¿Acaso me vas a decir que este niño no va a nacer maldito.
Si ya estás viendo que la primera vida que se va a llevar es la de su propia
madre.
-¡Ángela, te lo ruego por lo más sagrado, Ángela!-suplicó Isabel.
De pronto, un grito hizo que
la discusión se parase de golpe. El chillido de terror del joven Antonio pidiendo
auxilio provenía de fuera de la casa.
Dejando de lado
completamente la discusión con la mujer, Miguel blanco salió corriendo de la
habitación y se dirigió a la puerta de la calle, no sin antes agarrar el fusil
que colgaba de la pared al lado de un calientacamas.
- ¡Antonio!, ¿Dónde estás?
-¡Aquí padre!-respondió el muchacho desde
el cobertizo.
Miguel fue corriendo hacia
su hijo y al entrar en la casamata de madera, vio a través de la luz de la
lámpara que el niño había dejado en el suelo, a su hijo de rodillas sosteniendo
a un cordero que se desangraba.
-¡Ha sido un lobo padre! ¡Un lobo ha degollado
al cordero!
-¿Te ha hecho algo?, Dime, ¿te ha herido el
lobo?
-No padre, pero estaba aquí. Tenía la mirada
del demo. Era el mismísimo Satanás.
El hombre enfurecido salió a
la oscuridad de la calle y quedó parado a la puerta de la cuadra escrutando
las tinieblas nocturnas y tratando de localizar a la bestia para darle muerte
de inmediato. Tan solo podía escuchar los alaridos de su mujer desde dentro de
la casa pero a pesar de ello trató de aislar el sonido del parto buscando el
eco de la calle. Y de pronto lo vio. El lobo estaba agazapado ente los pegollos
del hórreo en la mas absoluta negrura. Tan solo se podía adivinar la silueta
del animal por el reflejo que la luna proyectaba sobre su pelaje.
Miguel disparó
repentinamente sin siquiera afinar la puntería. El animal salió de su escondrijo
y huyó en pocos segundos hacia la salida de la aldea adentrándose en la
opacidad del bosque.
-¡Maldito siervo de Satán! Algún día pagarás
por la vida que hoy te has tomado. ¡Vive Dios que recordarás esta noche, bestia
inmunda!
El hombre volvió al
cobertizo. Su hijo seguía en la misma postura llorando mientras sujetaba el
cuerpo sin vida del cordero.
-Vamos rapaz, volvamos al hogar,-Dijo Miguel
tendiendo la mano a su hijo.- ya cazaremos al lobo mañana.
Al entrar en la casa, Miguel
advirtió de pronto que su mujer había dejado de gritar. El sonido de su voz
había dejado paso al llanto de un niño recién nacido. Apresuró el paso a la
habitación y allí, en el umbral, esperaba Isabel con el neonato ensangrentado
en brazos y sonriendo. La muchacha miró al joven Antonio y sin dejar de sonreír
dijo:
-¡Felicidades! Acabas de tener un hermano y tu
madre se pondrá bien.
El niño se abrazó a la
cintura de la mujer que sostenía a su hermano dando gracias al Señor en voz
baja. El medico, que se estaba lavando las manos miró al padre del recién
nacido y le dijo:
-Por poco no se nos ha ido. Tendrás que cuidar
mucho de ellos.
Ángela estaba sentada en un
de las sillas de anea rezando con las otras dos mujeres aunque sus ruegos
distaban mucho de la religiosidad de los de las otras dos.
La escena había cambiado en
pocos instantes, el llanto del niño llenó la casa disipando los dramáticos
sucesos ocurridos unos instantes antes. Miguel volvió a llenar un vaso y apuró
el vino de un trago.
Isabel puso por fin al niño
sobre el pecho de su madre y esta le besó la frente. El bebe se calló por un
momento antes de volver al llanto producido por el hambre y la necesidad de protección de una madre.
Acababa de nacer Manuel
Blanco Romasanta
Fuera, en la oscuridad. Un
lobo aullaba a la luna llena.
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