CAPITULO III
III
20 de Enero de 1818
ROMASANTA TIENE 8 AÑOS
REGUEIRO, OURENSE
1
Manuel Blanco era monaguillo. Era el escolano
preferido de Don Valentín. Obediente, aplicado y muy disciplinado, le encantaba
escuchar los relatos que el padre le contaba por las tardes después de la misa.
Algunos días, Manuel se quedaba con el cura
dibujando mientras el párroco estudiaba y firmaba diferentes documentos. Don
Valentín había enseñado a Romasanta a leer y poco a poco le hacía escribir
palabras con mayúsculas. Por echarle una mano en los oficios y con la limpieza
de la sacristía, el párroco le daba al joven unos reales que ayudaban al
sustento de la pobre familia Blanco Romasanta. Algunos hermanos ya habían
dejado el hogar para trabajar en la siega en tierras de Castilla mientras el
matrimonio y los más pequeños de los hermanos Blanco malvivían gracias a las
labores del padre en el campo de Esgos y en la vecina localidad de Sotuelo.
El invierno había llegado mucho antes aquel
año y Manuel había pasado mas horas de las habituales dibujando o aprendiendo a
escribir en el despacho del párroco. A veces, Manuel dibujaba mientras Don
Valentín leía y los dos podían pasar horas y horas sin cruzar una palabra. Sin
embargo ambos estaban a gusto en compañía del otro. Manuel tenía un referente
que no fuera el de su padre bebiendo, maldiciendo o golpeando a su madre o a
cualquiera de sus hermanos y el cura combatía la soledad con aquel niño ávido
de conocimiento, amable, servicial y, porque no decirlo, buen conversador a
pesar de su corta edad.
Don Valentín, que rondaba ya la cuarentena,
era un hombre alto, apuesto, pulcro y gustaba llevar la ropa siempre bien
lavada y planchada. Lucía un pelo bien cepillado y sin ninguna cana, tenía unas
manos limpias con unos dedos largos acabados en unas uñas bien recortadas y
limadas. Además del porte altivo y pintiparado, el párroco lucia una piel lisa
y sin arrugas que le hacían parecer unos años más joven. El único detalle que
podía delatar su edad eran unos pequeños quevedos que mantenía sobre el
caballete de su afilada nariz y que nunca caían por más que se moviera el
clérigo, que, dicho sea de paso, tampoco es que se moviera mucho.
Aquella tarde, el joven Manuel dibujaba un
ciervo con un carboncillo en un papel escrito por el dorso cuando levantó la
mirada y se fijó en uno de los innumerables libros de la biblioteca del
sacerdote. La casa del abad estaba llena de libros y documentos de toda clase.
Llenaban varias estanterías sin un orden aparente, compartían espacio con la
ropa en varios armarios y en la mayoría de los casos estaban apilados en el
suelo o sobre cualquier mueble. Había libros y papeles por toda la casa: en la
cocina, en la habitación, por los pasillos e incluso llenaban un cuartucho que
debía servir de despensa. Sin embargo los libros más nuevos, vistosos o con la
mejor encuadernación estaban en la librería que Don Valentín tenía en frente de
su vieja y pesada mesa de escritorio.
Sin decir palabra, el niño se levantó y fue directamente hacia un libro cuyo
canto de color rojo sangre había llamado su atención. El rapaz extrajo el libro
del estante y comenzó a ojearlo.
-¿Padre?
-Ahora no-contestó el cura sin levantar la vista de su
propio libro.
-¿Padre?
-Luego Manoliño, luego.
-¡Paaaaadre!
-¿Qué?-respondió el párroco visiblemente molesto.
-Padre, ¿qué relata este
libro?
-Luego Manuel, luego.
-Tiene muchas páginas y sin
dibujos...-y tratando de leer las
letras góticas, prosiguió-¡Caaa....! ¡Caaa...baaa!.
-A ver, enséñamelo-cortó el cura levantando la vista.-¡Ah! Don Quijote de la Mancha.
-¿Qué cuenta el libro?
-Verás Manuel, es largo de
explicar-hizo una pausa. Levantó la
vista hacia el techo sujetándose la barbilla con la mano derecha, hizo memoria
durante unos segundos y prosiguió-Trata de un señor
enloquecido por leer muchos relatos de caballeros que atraviesa la mancha
batallando con enemigos que no existen.
-¿Se puede volver alguien
loco por leer? La Señora Matilde le dijo a mi madre que tanto leer no me hará
ningún bien.
-La señora Matilde es una
vieja meiga-contestó al tiempo que
soltaba una sonora carcajada-yo aún no conozco a nadie
que se haya vuelto loco por leer.
-Y como es la Mancha? ¿Es
bonita?
-Bueno, por lo que sé, dicen
que es llana y muy rica en colores.
-¿Es mas bonita que Galicia?
-Diferente, supongo...
-¿Iré yo algún día a la
Mancha?
-Tú, lo natural es que
trabajes en el campo como tu padre y tus hermanos en la siega en tierras
castellanas. Quizá algún día te alejes más y llegues hasta Madrid o hasta te
veas segando en plenas tierras manchegas ¿Quién sabe?
-Yo no quiero recorrer las
tierras manchegas para trabajar en la siega, yo quiero viajar más allá de
nuestro país para conquistar y rebanarles el cuello a los infieles como el
almirante Colón.
-¿Pero qué fantasías cuentas?-contestó el párroco riendo de nuevo-Ya no quedan tierras por conquistar-hizo una pausa-y aunque la hubiera, no
conozco pueblo de infieles que quiera ser conquistado por un rapaz tan pequeño.
Este último comentario no le hizo ninguna
gracia al muchacho que volvió a dejar el libro sin mediar palabra y se afanó de
nuevo en el dibujo que había dejado a medias. Es cierto que Manuel era más
pequeño que los muchachos de su edad que vivían en la aldea y muchos de los
niños y algunos padres hacían bromas sobre su estatura y su aspecto apocado y
afeminado. Eso ponía al joven fuera de sí. Le llenaba de odio hacia aquellas
ignorantes personas que, sí, eran más grandes que él, pero no tenían la
habilidad que él tenía para la lectura, para el dibujo y para tallar pequeñas
figuras de madera. Todos en la aldea, e incluso más allá del concello, sabían
que Manuel Blanco Romasanta era capaz de hacer los únicos reclamos que imitaban
a la perfección el canto del jilguero o del mirlo.
Pasados unos minutos y sin levantar la mirada
de su dibujo, Manuel dijo.
-Pues cuando crezca, seré un
gran caballero y conquistaré la Mancha y rebanaré los cuellos de los infieles
manchegos.
El cura esbozó una sonrisa sin levantar la
mirada del cuaderno sobre el cual estaba escribiendo y sentenció:
-Si...Podría ser.
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