CAPITULO III (3)
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Un pote con la panza negra como el carbón
reposaba sobre unas robustas patas de hierro en el interior de un rudimentario
fogar mientras la lumbre crepitaba y lanzaba hacía arriba las minúsculas
chispas de leña encendida que se perdían en el interior de la chimenea para
salir al frío del exterior de la casa
en forma de oscuro y espeso humo.
La casa era tan modesta que incluso la
lareira apenas tenía las medidas necesarias para acoger al matrimonio Blanco
Romasanta y a todos sus hijos. El joven Manuel observaba como su madre cortaba
unas nabizas con un largo y afilado cuchillo mientras los cachelos esperaban
pacientemente en un plato cercano para unirse a los demás ingredientes del
caldo que la mujer preparaba con paciencia para la cena de la familia.
María era una mujer baja y regordeta con unos
mofletes colorados como fresones en una cara blanca y redonda como la luna. La
mujer vestía siempre de negro guardando el luto de un familiar lejano que
seguramente había olvidado años atrás. Sus ropas eran sencillas, pobres y sin
ostentaciones, como ella misma. Su rostro reflejaba siempre una tristeza
profunda aunque sonreía y besaba a sus hijos con infinita ternura, sabedora,
como todas las madres, que la satisfacción de tenerlos cerca era un regalo
condenado a esfumarse como el día que inexorablemente llegaba a su fin para no
volver jamás.
La ropa que secaba a la lumbre había perdido
todo rastro del barro del charco en el que había caído el niño un par de horas
antes.
-¿Hay filliño!¡Un día de
estos me vas a matar a disgustos!-gruñó la mujer sin mucha
convicción.-Tu, cuando Adolfo Martínez te busque, te vienes a casa corriendo,
que ya le daré yo guerras.
-¿Para que se crean que soy
un cobarde? ¡De eso nada! Prefiero que me maten a pedradas a que piensen que
soy un medroso. ¡Cuando quieran guerras encontrarán un guerrero! ¿Quieren
piedras? ¡Pues piedras tendrán!
El niño, animado por sus propias palabras,
comenzó a lanzar piedras invisibles al aire con tal fuerza que la humilde mesa
comenzó a tambalearse y a punto estuvieron las legumbres de caer al suelo con
un par de platos y una pequeña frasca de barro con agua.
-¿Para filliño!-cortó la madre entre risas-¡Gato moi berrador, nin por eso mais cazador!
Manuel no contestó, se fue calmando con una
ligera sonrisa en la boca y continuó imaginándose venciendo a Adolfo Martínez
en silencio. María siguió con su tarea sonriendo y canturreando una antigua nana
con su voz suave y melancólica.
La pesada puerta se abrió con un fuerte
estruendo. Madre e hijo salieron violentamente de sus propios pensamientos para
volver a la realidad que explotaba repentinamente ante sus ojos.
Julián Salgado, un hombre bajo y delgadillo que parecía que iba a perderse dentro de sus propias ropas, había empujado la
puerta con una fuerza que no era propia de su cuerpo.
-¿Dónde está Miguel?-gritó con su voz anormalmente grave.
-¡Nai de Deus, Julian¡ ¿Pero
que pasó? -Preguntó Maria.
-¿No lo oíste Maria? Es el
pequeño Pedriño...Pedriño Fernández, que se ha perdido en el bosque.
-¡María Santísima! ¿Cómo fue?-preguntó la mujer, visiblemente asustada.
-Dice Adolfo Martínez que
jugando estaban justo a donde empiezan los árboles y que en un despiste
perdióse en la negrura. Estoy llamando a los hombres de la aldea para que
vayamos a buscarle. ¿Adonde está Miguel? ¿Y Juan?
Juan era el hermano mayor de Manuel, era un
hermoso y apuesto joven en edad de trabajar, amable, responsable y siempre
dispuesto a ayudar a todas las gentes del pueblo. Pasaba la mayor parte del
tiempo con su padre trabajando las tierras y al volver a casa seguía con las
tareas que le mandaba su madre para la casa.
-Juan está cogiendo unos
palos para la lumbre ahí detrás. A ver si su padre también está con él.
María había dicho aquello sin mucha
convicción. Lo mas probable es que Miguel, su marido, estuviese por ahí
bebiendo vino hasta hartarse. Lo hacía cada vez más a menudo. Llegaba a la casa
después de la dura jornada en el campo y desaparecía para volver de madrugada
borracho como una cuba. Y aquella tarde no era distinta de las demás. “¡Les va
a costar menos encontrar a Pedriño que a Miguel!”, pensó la mujer abandonando
definitivamente la tranquilidad del momento anterior.
Julián salió por la puerta a toda velocidad.
Por la calle se escuchaban las voces de los hombres dándose indicaciones para
organizar la búsqueda del malogrado muchacho.
Dentro de la casa, María, cuyo rostro había
mutado debido a la preocupación, el miedo y a otros cuantos sentimientos
negativos mas, se plantó delante de su hijo con un semblante serio y
amenazador. Manuel tuvo la impresión de que su madre había doblado su volumen.
La luz apenas iluminaba el pétreo rostro de la mujer y el niño sabía que la
pequeña victoria contra Adolfo y sus compinches no iba a ser tan dulce como lo
había imaginado.
-¿Qué hiciste?
Se hizo un incomodo silencio.
-¿No tendrás nada que ver tú
con que se perdiera el pequeño Pedriño? ¿Verdad?
-No Madre, lo prometo. Salí
huyendo y me vine corriendo aquí.
La madre se quedó observado atentamente a su
hijo buscando cualquier gesto que le delatara. La mujer sabía detectar las
mentiras como una meiga y todos los hermanos habían tenido que confesar en
algún momento ante el extraño don de su progenitora. Aquella vez no ocurrió.
María Romasanta bajo la mirada y siguió preparando el caldo.
Madre e hijo se mantuvieron en silencio.
María se sobresaltaba cada vez que escuchaba alguna voz acercarse a la casa con
la esperanza de que el pobre niño apareciera sano y salvo.
Pero Pedro Fernández no apareció aquella
noche. Ni al día siguiente, ni al otro.
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