CAPITULO IV (2)
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El Joven Manuel Blanco había presenciado toda
la escena desde el muro que daba a la parte de atrás de la pequeña iglesia. Era
de los pocos niños que conseguía escalar las frías y cortantes piedras de la
pared que separaba el pequeño y destartalado cementerio y la estrecha y
embarrada calle.
-¿Y tú que haces ahí?-preguntó el cura, al ver como el chiquillo
era el único que no había abandonado el lugar de la pelea.
-Pues, como todos, viendo la
riña.-contestó sin mucho interés. Estaba sacándole
una punta a un palo con una pequeñísima navaja y apenas levantó la mirada de su
tarea para contestar al abad.
-¡Baja de ahí anda! No
vayamos a tener otra desgracia que bastante tenemos ya con una.
-¿Usted cree que Pedriño está
muerto?
La pregunta sorprendió al párroco dejándole
con la palabra en la boca.
-¡Tu baja de ahí y tira para
la casa!
-¿Usted piensa que a Pedriño
se lo comió la mujer lobo?
-¡No existe ninguna mujer
lobo! ¡Deja de creer en fábulas de meigas!
-Mi hermano Juan contó que unos
mozos que buscaban a Pedriño se toparon el martes pasado con unos mouros. Dicen
que los mozos salieron corriendo detrás de ellos pero que desaparecieron
fundiéndose con el bosque. Cuando iban a volver para reencontrarse con los
otros hombres, uno de los mozos decidió salir en búsqueda de los mouros (porque
sabía que custodian un valiosísimo tesoro) y se encontró en un claro con una
mujer que bailaba desnuda al calor de
una enorme hoguera mientras una manada de lobos blancos aullaba haciendo un
circulo perfecto a su alrededor. Según cuentan, la mujer se percató de la
presencia del mozo pero no ordenó matarlo porque andaba de mujer, que cuando
anda de lobo, manda a su manada a matar niños y robar en los graneros y en las
granjas de las aldeas vecinas.
-¡Bendito sea el Señor!-exclamó el párroco entre risas-¡Tienes la imaginación de un charlatán!
¡Anda, vete a casa antes de que venga algún lobo llevarte con su reina.
-Padre.
-¿Qué, Manoliño?
El joven hizo una pausa antes de formular su
pregunta.
-Usted no cree que Dios está
con Pedriño ¿Verdad?
-¿Y porqué no iba a
creerlo?–espetó el párroco visiblemente molesto–Dios es omnipresente. Eso
quiere decir que está en todas partes y que en su infinita bondad, cuida y
protege a todos los seres del mundo: Hombres, mujeres, niños y animales.
-Pues parece que no se le ha
dado muy bien con Pedriño. ¿O no será que Dios ha querido castigar a Pedriño
por alguna cosa?
-¡Como puedes decir una cosa
así! ¿Pero de verdad te crees que...?
-Lo que creo es que si Dios
ha querido que a Pedriño se lo llevaran los duendes del bosque, o muriera
congelado o devorado por una manada de lobos, por algo será ¿No?
Don Valentín miro al niño con tristeza.
Manuel era un buen monaguillo, un excelente alumno y nunca faltaba a misa o a
rezar un Rosario. Sin embargo había algo en aquel muchacho que parecía más
demoníaco que divino. Toda la aldea se
había visto afectada por la desaparición del pobre muchacho. Incluso los niños
se lo pensaban dos veces antes de salir de sus propias casas, tanto era el
miedo que les producían todas aquellas historias que contaban las viejas de la
aldea. Manuel, en cambio, no parecía estar afectado en absoluto. Daba incluso
la impresión de que se alegraba de la desaparición del joven Pedro Fernández.
-¡Con Dios!-se despidió el párroco mientras se alejaba
del murete−¡Y vete a casa que te van a echar en falta!
-¡Con Dios Padre!
Inmerso en sus últimos pensamientos, Don
Valentin se giró de nuevo hacia el niño cuando apenas había dado cuatro pasos.
Una idea le vino de pronto y no quería despedirse del muchacho sin preguntarle:
-Dime una cosa Manoliño.
¿Dónde estabas el día que Pedriño se perdió.
-Estaba con usted. ¿No se
acuerda? Fue la tarde cuando me contó la historia de Don Quijote.
Romasanta había contestado a la pregunta del
párroco exhibiendo una bella y sincera sonrisa. El cura meneó la cabeza como
ahuyentando un mal pensamiento.
-Si que me acuerdo. ¡Ahora
si!
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