CAPITULO IV (3)
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-¿Adonde vas Juan?
Juan Blanco se sobresaltó al pasar al lado de
su hermano que seguía sentado el lo alto del muro aunque las gentes se habían
marchado hacía bastante tiempo ya.
-¡Por Dios! ¡Que susto me has
dado! No te había visto. Voy con Samuel y Lucas a buscar a Pedriño. ¡Bájate de
ahí anda, que te vas a partir la crisma!
Manuel dio un salto y cayó al suelo con la
gracia y la flexibilidad de un gato. Al caer, sus pies esquivaron todos los
charcos, que no eran pocos y cada pie vino a parar directamente a tierra seca.
-No vayas mas a buscar a
Pedriño que te vas a perder tú también.−le dijo Manuel a su hermano-Si seguro que ya se lo han llevado para
siempre.
-¡Mientras hay vida hay
esperanza, Manuel! Hasta que no encontremos el cuerpo de Pedriño, no debemos
darle por muerto.
-Pues yo te digo lo que dice
la tía Ángela: “A Pasar por el bosque, zorris trotis, cucquis cantabiris
calavera mortis, ajo seco y calabaza en terra.”
-¡Te lo acabas de inventar!-exclamó Juan estallando en una sonora
carcajada-¡La tía Ángela nunca ha
dicho nada así!
Manuel se echó a reír también.”¡Calavera
mortis, Calavera mortis!”-Repetía entre risas mientras
su hermano Juan se alejaba hacia el bosque desternillándose entre espasmos y
aspavientos.
-Vuelve pronto Juan.-Le gritó Manuel a su hermano levantando la
mano en señal de despedida.-No tardes en volver.
Juan era el hermano preferido de Manuel. El joven Romasanta
se llevaba de maravilla con Antonio con el que jugaba a menudo y con quien iba
al bosque en busca de maderas y a cazar pajarillos. Pero el que salía siempre
en su defensa cada vez que los muchachos de la aldea se metían con él para
pegarle, era su hermano Juan. Juan era el joven en el que Manuel se quería
convertir de mayor. Era mas alto que sus padres, guapo, agradable, bromista, siempre dispuesto
a ayudar a los demás fuera cual fuera la tarea. Por eso no era de extrañar que
Juan fuera de los últimos que salían aún a buscar al pobre Pedriño. Miguel, el
padre, salió solo el primer día con todos los hombres de la aldea y no volvió a
hacerlo al día siguiente. Posiblemente fue la vergüenza de ver como su padre
demostraba tanta indiferencia ante la desgracia de una familia de la aldea lo
que hizo que Juan fuese uno de los jóvenes que mas empeño ponía en la ardua
búsqueda. Quizá fuese simplemente su habitual afán por servir a la comunidad y
seguramente sentía una fuerte empatía por la desdichada familia del extraviado
niño al pensar que su propio hermano se perdía a menudo en el bosque (aunque
siempre aparecía al caer la noche). El caso es que cuando la aldea lo daba todo
por perdido, Juan Blanco Romasanta seguía animando a otros jóvenes para salir a
buscar al niño Pedro Fernández.
Cuando estuvo a punto de doblar la esquina Juan Blanco se
volvió hacia su hermano mientras aun sonreía.
-¿Oíste?-le dijo a su hermano mientras señalaba al
cielo con su pulgar.
-¿Qué?-contestó Manuel con interés.
-¡Escucha!
-¿Qué?–insistió Manuel con
impaciencia.
-¿Qué es lo que oyes?
Se hizo una pequeña pausa.
Manuel miró al cielo atento a cualquier sonido que se le hubiera escapado.
-Yo no oigo nada más que el
viento.-Concluyó.
-¿Estás seguro?-insistió Juan.
Manuel miró a su hermano con las cejas arqueadas y los ojos
como platos.
-¡Escucha el viento, Manuel!-insistió Juan-¿Acaso no lo oyes?–volvió a
toda prisa y se agachó para poner su rostro a la altura de la de su hermano.
Las puntas de sus narices no se tocaban por apenas un par de milímetros. Miró
al niño fijamente a los ojos durante dos segundos y luego sin mover la cabeza
llevó la vista al bosque arqueando una de las cejas.
-No lo escuchas porque solo
oyes el viento, pero Pedriño nos llama desde el bosque. ¿Lo oyes ahora?
Mientras nos siga llamando, no debemos parar de buscarle. Si lo hacemos, nunca
sabremos si el bosque mató al pobre Pedriño o si lo hicimos nosotros.
Manuel se quedó parado percibiendo el monótono ulular de la
galerna mientras su hermano desaparecía entre la neblina. En ocasiones se
escuchaba a la mujer lobo aullando a su manada aunque quienes contestaban eran
las hadas blancas desde las copas de los árboles alzando las voces para que sus
lánguidos cantos se mantuvieran por encima de las risas de los mouros. Se unían
a la cacofonía los cantos de las meigas y el crepitar de una enorme hoguera
mientras que las lobas gigantes respondían a su reina. Pero sobresalía de entre
todos los sonidos, la voz de un niño, débil y aflautada que a veces imploraba y
otras veces parecía cantar pero que parecía repetir un nombre sin cesar:
“¡Juan, Juaaaaaaaaaaan!”
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