CAPITULO V (1)
V
30 de Enero de 1818
REGUEIRO, OURENSE
1
-¡Tengo sed!
La voz de Miguel Blanco resonó como un trueno
dentro de la cabeza de su hijo Manuel que estaba dormido profundamente. Al
principio parecía un sueño, una pesadilla más bien. Pero poco a poco, a medida
que se iban disipando los vapores de la irrealidad dentro de la cabeza del
joven, la voz grave y profunda del padre se hacía tan reconocible como la
escena vivida con antelación tantas veces ya.
-¡Tengo sed!-repitió
el hombre levantando la voz aún más.
Manuel estaba acostado en su rudimentario
camastro tapado hasta la cabeza con la manta que apenas le resguardaba del frío
invernal que estaba ganando terreno a la lumbre que había calentado la casa
durante la cena y de la cual apenas quedaban unas pocas ascuas encendidas.
Sabía lo que pasaba. Lo había visto muchas veces antes. Su padre volvía una vez
más borracho y con las ansias de echar un último trago de vino. Ese ultimo
trago que le dormía profundamente en muchas ocasiones sentado a la mesa con la
cabeza entre sus propios brazos sin sentir el hielo que se formaba a su
alrededor. El problema era que muchas veces también, el ultimo vaso de vino le
despertaba los demonios que poblaban su negro corazón y descargaba toda su ira
contra los de su propia familia. Manuel temía que esto último ocurriera. Por
eso, a pesar de haberse despertado, seguramente igual que el resto de sus
hermanos, no movió ni un músculo de su cuerpo. Tan solo abrió los ojos y
mirando la escena representada en las sombras que los restos del fuego
proyectaban contra la pared, escuchó todo lo que vino a continuación.
-¡Miguel, por Dios! Que vas a
despertar a los chicos.
El primer golpe se abatió como una maza sobre
Maria Romasanta. La mujer cayó de bruces al suelo sin apenas comprender lo que
acababa de ocurrirle. Mientras recuperaba la conciencia, un fuerte bofetón se
estampó en sus sonrosadas mejillas mientras su marido le gritaba:
-¡QUIERO VINO!
El joven Manuel escucho dos bofetadas más
antes de que Juan se abalanzara sobre su padre con un sonoro gruñido. Cayeron
al suelo varios vasos y platos rompiéndose en un millón de pequeños pedacitos.
Los dos hombres cayeron al suelo rodando mientras se estiraban de la ropa
acompañando los esfuerzos con sonoros rugidos como si fueran perros rabiosos.
Miguel consiguió ponerse en pié el primero.
-¡Maldito hijo de mil
rameras! – gritaba el padre borracho mientras descargaba unos puntapiés sobre
su hijo-¡Hubiera sido mejor que te quedaras en tu rincón! ¿Qué te crees que
estás haciendo?
Juan intentó ponerse en pie pero su padre se
lo impidió con un nuevo puntapié en las costillas y dos puñetazos en la cara.
El pobre muchacho aulló de dolor mientras su costado le ardía por la segura
rotura de alguna costilla.
-¡Miguel, no! ¡Vas a matarle!
El padre levantó de nuevo la mano con la
intención de descargarla una vez más sobre su mujer pero Juan se lo impidió con
su único brazo libre mientras se sujetaba el costado con el otro. Miguel
enfureció aun más y estampó su puño obre el rostro de su hijo que cayó al suelo
por el tremendo golpe.
-¡Ahora verás!-sentenció mientras la emprendía a palos con
su ya malherido hijo.
Miguel golpeó con toda su rabia, con una
fuerza sobrehumana, poseído por un mal demoníaco que le nublaba la vista y le
hacía ver toda la escena con una pátina de irrealidad. Atizó, pisoteó, apaleó a
su propio hijo incluso después de que el pobre Juan dejara de gemir bajo sus
golpes. Maria imploró, lloró, intentó ponerse en medio de los dos hombres pero
fue apartada violentamente. “¡Vas a matarle!” gritó primero para terminar
diciendo: “¡Le has matado, le has matado!”.
Y los
golpes siguieron y el ruido de los platos cayéndose, rompiéndose llenó la estancia mezclándose con los gemidos
de esfuerzo del padre, el llanto de la madre y los temblores de los hijos que
no tenían el valor de enfrentarse a semejante ogro.
Todo acabó con un estruendoso golpe en la
mesa. Miguel se derrumbó y fue a estrellar su nariz contra un enorme plato de
madera. Se quedó sentado en una silla con los brazos colgando y la
cabeza hundida en la mesa. Se rompió la nariz al golpearse la cabeza pero de
esto solo se daría cuanta al día siguiente, muy tarde, cuando despertara con
una resaca de caballo. Comenzó a respirar fuerte. Manuel intentó escuchar la
respiración de su hermano Juan para saber si seguía vivo. Seguía sin poder
moverse, paralizado por el miedo a que su padre despertase de nuevo y la
emprendiera a golpes con él. Tan solo se oían los bufidos del borracho y los
llantos de su madre mientras repetía como en una oración: ¡Filliño, filliño
mío! ¡Dios quiera que no se me muera!.
Nadie, excepto Miguel Blanco
durmió en la casa aquella noche. Maria arrastró a su hijo hasta un colchón fino
de paja que puso en el suelo cerca de la chimenea. Reavivó las ascuas con un
puñado de musgo seco y una cepa partida por la mitad. Recogió los trozos de la
vajilla esparcidos por toda la habitación entre lamentos y sollozos. El pobre
Juan gruño de dolor. Esto reconfortó a María y a todos sus hijos. Eso quería
decir que no había muerto por los golpes del padre. Lo que no sabían los
hermanos Blanco Romasanta era el estado en el que había quedado su hermano.
Eso lo verían al día
siguiente.
Comentarios
Publicar un comentario