CAPITULO V (3)
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-¿Juan? ¿Juan, me escuchas?
Apenas fue un susurro. Manuel sabía de sobra que su hermano
Juan le oía pero dudaba entre darle la noticia que había conmocionado la aldea
o esperar a que su hermano se recuperara de la tremenda paliza que su padre le
había dado la noche anterior.
Al final el sol había salido aquella mañana.
Se había montado un revuelo como no se había visto en muchos años. Pedriño
había aparecido. ¡Y estaba vivo! Nadie podía creer el milagro que había tenido
lugar aquel día y las gentes del poblado se habían pasado la mañana contando
historias fantásticas para justificar el hecho asombroso que acababa de
acontecer. Manuel se había pasado la mañana deambulando por los corrillos
escuchando todo lo que se contaba y unos instantes antes del mediodía volvió a
su casa para contárselo todo a su hermano Juan.
Su hermano no se había movido en toda la
mañana. Tumbado en el catre, mirando hacia la pared, se había mantenido inmóvil
desde la noche anterior, lamentándose cada vez que intentaba mover un músculo
de su lacerado cuerpo. Manuel se acercó a Juan despacio llamándole entre
susurros:
-¡Juan.....Juan!
Le pasó su pequeña mano por el hombro
rozándole la piel con suavidad. Juan se estremeció y lanzó un gruñido de dolor.
Sin embargo calló aguantando el mal para no preocupar más al pequeño Manuel.
-¡Ha aparecido Pedriño! ¡Esta
vivo! ¿Te lo puedes creer?
Juan sabía que algo estaba ocurriendo en el
pueblo pero no sabía el qué. Deseó con fuerza que hubieran encontrado a su
padre muerto en un charco ahogado en su propia sangre, reventado por dentro por
alguna de las bestias de bosque o simplemente sentado al pie de un árbol
congelado, como aquella vez que estuvo a punto de perder la vida cuando,
borracho como una cuba perdió el conocimiento a pocos metros de la casa y pasó
la noche al raso con unas temperaturas muy por debajo de las normales. Cuando
encontraron a Miguel a la mañana siguiente, estaba blanco y rígido y prepararon
la casa para el velatorio porque pensaron que había fallecido. María se llevó
un susto de muerte cuando buscaba la ropa para amortajar a su marido cuando
Miguel emitió un rugido como venido del propio infierno. Aulló dos veces más y
cayó de nuevo inconsciente esta vez con la respiración clara y fuerte, casi
como un ronquido, característica de los borrachos que duermen la mona. María
soltó un suspiro de alivio al comprobar que su marido no había muerto, no así
muchos lugareños entre ellos algunos de sus hijos que no habrían soltado una
lagrima en el entierro de aquel desalmado.
-¿Me oyes Juan? ¡Pedriño...
que ha aparecido! ¡Que tú lo encontraste!
Al escuchar esto Juan hizo varios pequeños
movimientos acompañados de gruñidos y lamentos de dolor. Manuel se quedó
paralizado, al moverse su hermano el joven pudo verle la oreja con un corte
horrible como si se la hubieran rajado con un cuchillo. Con el siguiente
movimiento, el hermano dejó entrever la mejilla con un trozo de piel
desprendida, pero fue cuando, después de mucho sufrimiento y pesar, Juan
consiguió darse la vuelta, cuando Manuel contempló el horror que había tenido
lugar la noche anterior. Juan tenía el rostro completamente desfigurado. Tenía
un ojo cerrado por completo y el otro solo estaba abierto por una fina rendija
que dejaba escapar lagrimas sin cesar. El ojo que apenas podía entreabrir
estaba de color azul oscuro volviéndose negro en el párpado inferior. La nariz
estaba visiblemente rota. La tenía hundida a la cara con un moratón en forma de
V invertida y con una raja que partía desde el orificio izquierdo y que había
tomado el camino hacia el ojo. Sin embargo lo más horrible de la cara del pobre
muchacho era la boca, si es que se le podía llamar boca a aquella atrocidad.
Hinchada por un lado y con el labio rajado por otro, mostraba trozos de los
dientes que le quedaban entre sangre negra coagulada y trozos de piel muerta.
Intentó decir algo pero no pudo. Su ojo bueno se cerró ante la oleada de
espantoso dolor que le había producido el intentar hablar. Estaba tapado hasta
los hombros con una gruesa manta pero su cuerpo se adivinaba tan magullado como
la cara.
Manuel sintió un deseo irrefrenable de ir a
su padre y clavarle el cuchillo con el que el carnicero mataba a las bestias
pero su padre había desaparecido. Miguel desaparecía así de vez en cuando
después de una gran borrachera y aparecía al día o a los dos días sin decir
dónde había estado. Aquel día incluso, debido al revuelo, nadie excepto su
familia había advertido la ausencia del padre y por supuesto nadie salió en su
búsqueda.
El pequeño Romasanta se llevó el puño a la
boca para no dejar escapar un grito de terror cuando vio en lo que había
quedado su querido hermano pero no pudo reprimir las lágrimas que brotaron como
de un manantial dejando el rostro del joven empapado en pocos segundos.
En un esfuerzo titánico, Juan consiguió abrir
la boca y en un susurro dijo:
- Manuel.... Manuel...estaré
bien.
El niño miró a su hermano intentando apagar
los sollozos y advirtió en el rostro de su hermano lo que parecía una sonrisa.
-¿Pedrino? – consiguió decir
Juan como preguntando a su hermano.
-¿Pedriño que? – contestó
Manuel.
Juan expresó de nuevo la pregunta pero esta
vez solo con el rostro. Ya no le quedaban fuerzas para mas. La mente de Manuel
regresó a los acontecimientos de la mañana y secándose las lágrimas, respiró
hondo un par de veces y comenzó a relatar:
- Si....Pedriño ha aparecido
esta mañana.
Hizo una pausa como para poner orden en sus
ideas y prosiguió:
- Se le ha aparecido a Lucas
Lago muy de madrugada. A lo primero no lo había reconocido porque está muy
delgado pero luego si que ha visto que era él y ha salido corriendo a avisar a
todo el pueblo. Dice Lucas Lago que, cuando llevaba a Pedriño a su casa, temió
por varias veces que fuera solo el espíritu del desgraciado y preguntóle varias
veces si era de verdad el Pdriño y si estaba vivo. Madre también ha ido a ver qué pasaba pero
cuando ha llegado, Pedriño ya estaba en su casa descansando y no han dejado que
lo viera. Todo el mundo está en la calle hablando de ello. Lucas Lago cuenta
que Pedriño había seguido la voz de un hombre que le llamaba la noche anterior.
¿Te das cuenta Juan? Ayer saliste a buscarle y le llamarías como todas la otras
veces. ¡Pues te oyó, Juan! Te oyó a ti y siguió el rastro de tu voz. Eres tú el
que ha salvado la vida de Pedriño.
Juan escuchaba con atención el relato de su
hermano y a pesar de no poder demostrar el mismo entusiasmo que el joven, sí
estaba seguro de que lo que contaba bien podía ser verdad.
- Cuenta la “Robardiña” que
Pedriño se ha pasado todos estos días bajo los cuidados de una mujer alta y
bella vestida con un vestido blanco que le daba de comer pequeñas bayas por el
día y que le arropaba por la noche para que no muriera de frío. Dice también
que un día, al atardecer, llegaron unos enormes lobos grises para comerse al
neno y que la fada los ahuyentó con un bastón mágico del que salía fuego de
color azul.
Manel sonrió mientras se encogía de hombros.
- Eso es mentira, ¿Verdad
Juan?
El hermano asintió cerrando suavemente el ojo
que aun podía mover.
- Lo importante es que siguió
tu voz Juan. Tú no quisiste dejar de buscarle y al final eres tú el que lo ha
encontrado.
Manuel se quedó en silencio mirando como su
hermano asimilaba lo que acababa de escuchar. La noticia visiblemente había
tranquilizado bastante al tullido muchacho. Su rostro había adquirido una
apariencia un poco más humana y ya no gruñó cuando su hermano le echó la manta
suavemente por los hombros. Sin embargo el pequeño Romasanta no podía apaciguar
la terrible rabia que le producía ver a su hermano en aquel estado. Esa furia
que recorría todo su cuerpo como el fluir de la sangre por sus venas y que
ennegrecía su corazón, su alma y toda la esencia de todo su ser. La ira le
producía calor, le alimentaba de alguna manera, le hacía sentir como si algo le
faltara, como si tuviera que saciarse inminentemente aunque no sabía con qué
hacerlo.
- Lo que te ha hecho padre
está mal-dijo el niño mirando al
vacío.
Juan lo miró. Su cara era inexpresiva. Las
lagrimas habían desaparecido dejando unos surcos limpios en un rostro sucio por
el humo y el polvo de lumbre. El niño bajó de pronto la mirada clavándola en el
rostro de su hermano. Su rostro se tornó serio, sombrío, pareció como si
hubiera crecido diez años en un instante. Acercó la cara a la del herido y, sin
dejar de mirar a su hermano mayor a los ojos, sentenció:
-Pagará. Algún día pagará por
lo que te ha hecho, Juan. Te lo prometo.
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