CAPITULO VI (2)
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Miguel Blanco volvió a la casa tres días
después de haber herido de muerte a su propio hijo. Dos días más tarde,
mientras vaciaba vaso a vaso, una botella de vino, preguntó a su mujer por
Juan. María se limitó a decir “Se ha ido” y Miguel siguió a lo suyo como si
nada.
Juan nunca volvió a la aldea. Se había
marchado para siempre. Manuel no volvió a verlo en su vida y jamás escucho
ninguna noticia sobre su hermano por pequeña que fuera. Para él fue como si
Juan hubiese muerto aquella noche de invierno. Manuel Blanco no enterró a su
hermano pero llevó su luto durante mucho tiempo. El luto se quedó, y también
quedó la rabia, el odio, la sed de venganza, la ansiedad que produce no poder
llenar el vacío que deja la tristeza, la decepción, el desamparo y la
desesperación. Esa sensación que unas veces confundes con el hambre, otras
parece que necesitas gritar tan fuerte a la luna como los lobos cuando aúllan
antes de la matanza. Aquel sentimiento parecía tomar la forma de un demonio
invisible y etéreo que miraba al niño con una sonrisa maligna y le susurraba
palabras ininteligibles mientras exhalaba su fétido aliento.
Romasanta tuvo que aprender a convivir con
aquel diablo. Al fin y al cabo le iba a acompañar hasta el fin de sus días.
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