CAPITULO IX
IX
4 de octubre de 1818
SOUTELO, ORENSE
Miguel Blanco y su hijo estaban ya cerca de
su aldea de Regueiro. Manuel estaba deseando llegar para contarle al cura las
aventuras que había pasado durante el verano y para volver a disfrutar de la
lectura y del dibujo. Sotuelo era la última aldea antes de llegar por fin a
casa. Habían viajado con muchas familias que se habían quedado ya en sus aldeas
y pueblos por el camino y llegar a un
paraje parecido al de su pueblo y ver el bosque que separaba Sotuelo de Esgos
producía en el niño la sensación placentera de sentir el hogar.
Era cerca del mediodía, Miguel paró cerca del
cementerio en un pequeño tapiado de piedra mohosa, soltó el saco que llevaba
con sus enseres y saludó con la mano a Tomás Martinez que les había traído en
su carreta desde Alto do Couso. Miró al
cielo luego a un lado y a otro de la calle, suspiró y finalmente dijo a su
hijo:
-¡Espérame aquí, rapaz, que
voy a hacer un mandado!
“Un mandado”-pensó Manuel-“Lo que vas es a apurar la botella que no
pudiste beberte anoche”.
-Cuando vuelva, iremos para
casa.-concluyó Miguel.
El hombre volvió a cargarse el fardo a la
espalda y echó a andar.
Manuel sacó un trozo de madera del bolsillo y
una fina navaja del otro y apoyado sobre el murete exterior de la pequeña
capilla comenzó la talla de un pequeño artilugio. A medida que el ingenio iba
tomando forma, Manuel se lo llevaba a la boca y soplando un fino tubo, sacaba a
cada prueba un sonido distinto. Al terminar el invento, Manuel levanto la vista
y allí la vio: una joven de piel blanquecina, vestida con una chaqueta de punto
y una falda oscura sentada sobre una tumba de piedra situada a la espalda de la
iglesia, con los pies colgando y balanceándolos.
La niña tenía una belleza natural, sus
pómulos rojizos contrastaban con la claridad de su tez y sus ojos eran grandes
y miraban al horizonte como buscando una idea que hubiera perdido tiempo atrás.
Tan absorta debía estar en sus pensamientos que no oyó llegar al joven Manuel y
solo lo percibió de reojo cuando este apoyó su espalda sobre la cruz que
coronaba la tumba.
Los dos jóvenes se quedaron un momento
mirando al frente y sin decir palabra hasta que Manuel, sin volver la vista
hacia la niña dijo:
-¡Hola!
La niña no contesto.
-¿Cómo te llamas?
-Francisca.
-Que nombre más bonito.
Se hizo una pausa. La joven no dijo nada y
siguió mirando al frente. Después de un momento, Manuel prosiguió:
-¿Quieres saber como me llamo
yo?
De nuevo un silencio.
-Me llamo Manuel. Manuel
Blanco Romasanta.
La muchacha bajó la mirada para observar sus
zapatos que habían comenzado a trazar círculos en el aire.
-¿Te gustan los reclamos?
Mira, he hecho uno,-le tendió el artilugio que
acababa de tallar-toma, se sopla por aquí.
La joven miró con curiosidad el extraño
objeto y tras una minuciosa exploración se lo llevó a la boca y sopló
suavemente. Un sonido perfecto de pájaro salió por el orificio contrario y a
punto estuvo la niña de soltarlo al verse sorprendida por tan eficaz invento.
-¡Suena mismamente como un
mirlo! ¡Es fabuloso!
-No es un mirlo, es un
jilguero. Si quieres te hago uno que suene como un mirlo.
-¿Sabes hacerlo?
-Claro. ¿Quieres uno?
La niña soltó una sonora carcajada.
-¡Te ríes de mi! ¡Eso no se
puede hacer!
-¡Claro que se puede hacer! Yo
los hago.
¡FRANCISCA! ¡FRANCISCAA!
La voz provenía del camino que daba al
cementerio. Un gruesa mujer con un cestón en una mano y un bastón en la otra
avanzaba hacia la iglesia a grandes zancadas.
-¡Es mi madre! ¡Apúrate! Vete
antes de que llegue.
-¿Porqué? ¿Que he hecho?
-¿Márchate te digo! El bastón
que lleva no solo lo usa para andar.
-¿Volveré a verte?
-Si me haces un reclamo que
suene como un mirlo...
Manuel salió corriendo hacia el murete dónde
debía esperar a su padre. Fabricó un jabalí de madera con su navaja y apenas
había comenzado la talla de un lobo cuando el padre apareció tambaleándose de
un lado a otro del camino.
Llegaron a casa al anochecer.
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