CAPITULO VIII

VIII
28 de Junio de 1818
LA LAGOA DE ANTELA, OURENSE





La fiebre le llegó a Manuel sin avisar. Una noche se puso a sudar en su camastro, durmió entrecortadamente, soñando con meigas, demonios, machos cabríos que abusaban de jóvenes doncellas y lobos con rostros humanos que devoraban corderos y niños con la misma crueldad. En definitiva, aquella noche puso imagen real a todas las fábulas que Manuel Ferreiro había relatado alrededor del fuego.  
El joven pasó el día siguiente delirando, sudando y empapando su colchón de paja.
Manuel y su padre compartían casa con varios hombres y niños que trabajaban también de temporeros y con quien coincidirían varias veces en varios pueblos antes de terminar el verano.
Ferreiro vino a verle por la tarde para despedirse (porque tomaba de nuevo camino de Portugal para atender a sus negocios) y no desaprovechó la ocasión de burlarse de nuevo del enfermo.

-¡Pobre rapaziña! Un hombre de verdad jamás caería enfermo como tu lo has hecho. Las fiebres de los hombres no duran más de unas horas. Pero tú, como no eres hombre, pues así te pasa...

El caso es que la fiebre le duró tres días más con sus noches incluidas. Una vieja desdentada del pueblo acompañaba de una niña que le llevaba un Rosario, varios frascos con agua bendita y un pañuelo con varios nudos, sentenció que el niño había sido ahojado. Al caer la tarde del tercer día le rezó al niño, le roció con el contenido de los frascos al tiempo que recitaba conjuros olvidados.
Después del ritual, la vieja se volvió hacia Miguel Blanco y negando con la cabeza y mostrando preocupación dijo:

-Este rapaz padece la fada. Veamos como la noche pasa y si llega a ver el amanecer habremos de repetir los rezos a ver si mejora.

Debían ser las horas más cercanas al amanecer cuando Manuel despertó al escuchar el tintineo de una campanilla y un murmullo casi inaudible. Trató de reunir las fuerzas necesarias para levantarse y lo consiguió con mas facilidad de la que hubiera imaginado.
Al asomarse al ventanuco, Manuel se vio invadido por un terror como en su vida había sentido. Iluminadas por la luna llena, siete siluetas negras andaban en fila por el camino que venía del pueblo hacia la casa. La primera de ellas llevaba un candil con una llama tan pequeña que apenas iluminaba la mano de su portador. Las figuras se pararon delante de la puerta de la casa, hicieron un circulo alrededor del que llevaba el candil y comenzaron a murmurar entre ellos.
¡LA SANTA COMPAÑA!-Pensó el joven enfermo- han venido por mí. Manuel corrió hacia el camastro y se tapó hasta la cabeza. Sabía que en cualquier momento, la muerte vendría a reclamar su doliente tributo. Atento a cualquier sonido, con los ojos como platos, sin moverse y con el corazón desbocado, el joven pasó la noche atemorizado, preso de un horror indescriptible, helado como la mano huesuda de la dama de la hoz y la calavera.

Sin morir. 

Y finalmente llegó el amanecer.

La casa comenzó a llenarse del sonido de los campesinos que se desperezaban al tiempo que se vestían y preparaban las hoces para la dura jornada de trabajo que les aguardaba.
Unos se deseaban los buenos días, otros refunfuñaban, gruñían, muchos bostezaban y algunos hacían bromas sobre el capataz y sobre el volumen de su mujer. La casa se llenaba de vida mientras Miguel Blanco seguía durmiendo, ajeno al alboroto que iba creciendo a su alrededor. Dormía la mona como todas las mañanas hasta que un tal Fernando (nadie conocía su apellido) le despertaba a puntapiés.
Y así lo hizo también aquella mañana gritando:
-¡Vamos Miguel! ¡Arriba y a la faena! ¡Gandul! ¡Menuda noche nos ha dado el condenado!
-¿Y qué pasó?-preguntó una voz desde el cuarto contiguo.
-¿Que qué pasó?-respondió Fernando visiblemente enfadado-¿Que qué paso? Pues que este mal nacido no se veía harto de beber anoche y partió con Genaro, Benitiño y cuatro mas a beber a la loma de la Torre de Pena y al regresar hacían tanto ruido que despertaron a la Manoliña que se pensó que venía la Siniestra Comitiva y se llevó el susto de su vida.

El susto de su vida se lo había llevado también Manuel Blanco Romasanta pero el saber que su padre, borracho como una cuba y otros seis energúmenos le habían hecho creer que su vida había llegado a su fin, le llenó de una rabia que le duró durante muchos años. Desde aquel momento decidió dejar de creer en las historias del cretino de Manuel Ferreiro y hacer caso solamente a lo que sus sentidos podían probar.
Lo bueno para Romasanta de aquel día fue que la fiebre había desaparecido por completo durante la mañana y que su padre y sus seis acólitos pasaron una jornada de infierno por culpa de la resaca y del dolor de cabeza.


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