CAPITULO XI (1)
XI
12 de mayo de 1822
ROMASANTA TIENE 12 AÑOS
SOUTELO, OURENSE
1
El precio del cereal había registrado una
brusca, inesperada e importante caída. En años anteriores la familia Blanco
Romasanta se había mantenido con lo poco que el padre ganaba como temporero en
la siega. Los campesinos que arrendaban las tierras a los ricos hacendados
pagaban mal pero lo suficiente para ayudar a la familia a pasar el frío y largo
invierno. Manuel, que era muy mañoso, y
bastante buen comerciante, hacía todo tipo de trabajos, tallando la madera,
remendando ropa o cardando la lana y traía buenos reales a la casa para el
regocijo de su madre y la admiración de sus hermanos. Sin embargo, aquel
invierno había sido duro. Mas duro de lo habitual. Maria Romasanta tuvo que
dosificar mucho las comidas haciendo que sus hijos y su marido pasaran hambre
en mas de una ocasión.
Aquel año, Manuel Blanco salió de Regueiro
con su padre, su hermano Antonio (que tenía intención de separarse de ellos en
Maceda) y con Manuel Ferreiro en el carro que servia de tienda a este último.
Pararon en Sotuelo a hacer noche en la casa de hospedaje de Sofía la Campariña
con la idea de partir pronto al amanecer. Lamentablemente no salieron de Sotuelo
al alba porque Miguel Blanco y Manuel Ferreiro habían bebido mucho durante la
noche y pasaron la mañana entera durmiendo.
Manuel se levantó temprano dio una vuelta por
la aldea para ver si se encontraba con Francisca (la joven que había conocido
años atrás y que había vuelto a ver después pero solo de pasada) pero no tuvo
la suerte de toparse con la muchacha.
Se volvió entonces a la casa de la Campariña
donde encontró a la dueña de la posada con otras tres mujeres haciendo
ganchillo. Manuel se sentó en el suelo pegado a la silla de La patrona y cogió
de la cesta que tenía la mujer dos agujas de calceta y un ovillo de lana y se
puso a tejer tan bien o mejor que las demás mujeres.
Sofía sonrió con ternura y acarició el pelo
del joven afanado en su tarea.
La puerta se abrió repentinamente y entró
Genara Vázquez, una gruesa bajita y malhumorada señorona acompañada de una
joven preciosa que comenzaba a hacerse mujer.
Manuel la reconoció de inmediato como
Francisca, aquella joven a quien él había regalado un reclamo años
atrás.
-¡Quita de aquí rapaz!-espetó la mujer mientras empujaba a Manuel
con el bastón. Los hombres no hacen calceta.
Manuel se ruborizó más por Francisca que por
lo que acababa de decirle la mujer. Se levantó instantáneamente y se alisó el
chaleco y los pantalones.
Los jóvenes se reconocieron pero tan solo
cruzaron unas miradas antes de contemplarse cada uno sus propios zapatos.
La joven abrió la puerta y se disponía a
marcharse.
-¿DÓNDE VAS?- Le dijo su madre con una voz que haría temblar
al mismísimo trueno.
-¡Vengo de seguida Madre! Voy
a ver al padre Tomás.
-¡VUELVE PRONTO; QUE
ACOSTUMBRAS A GANDULEAR DEMASIADO DE UN TIEMPO HACIA ACÁ!
“Se han tenido que enterar hasta en Portugal”
pensó Manuel viendo la ocasión pintada para seguir la preciosa lugareña y
entablar conversación con ella.
El joven se dirigió hacia la puerta
sin decir nada.
-¿NO IRÁS A PERSEGUIR A MI
RAPAZA?- Preguntó Genara haciendo
que el muchacho se quedara congelado en la estancia sin saber que contestar.
Claro que iba a perseguir a la rapaza de Genara Vázquez pero de ninguna manera
iba a reconocerlo.
-Voy a buscar a mi hermano
Antonio. No sea que despierte mi padre y nos tengamos que marchar.
Al cerrar la puerta de la casa, Manuel ya
había perdido de vista a Francisca. Si iba a ver al Padre Tomás debía haberse
dirigido a la casa del cura situada a la espalda de la iglesia. La Posada de La
Campariña daba a un callejón ancho que llevaba directamente hacía la ermita de
San Fernando (o lo que quedaba de ella) que estaba a la derecha de la vieja y
destartalada iglesia del pueblo. El callejón era largo y recto, de modo que si
Francisca se dirigía a la casa del cura, o bien había ido corriendo a gran
velocidad o bien había tomado otro camino. Manuel pensó que la segunda opción
era la más lógica, echó a andar hacia la derecha bordeando la Posada. Se
encaminó hacia la casa de Francisca que era la última del pueblo antes del
camino que llevaba al bosque que separaba Sotuelo de Regueiro. Manuel descubrió
a Francisca justo antes de que ella se adentrara en el bosque. El joven la
perdió de vista por un momento pero la volvió a reconocer cuando llegó a un
pequeño arroyo. La chica estaba sentada sobre un tronco con los pies descalzos
metidos en el agua. Manuel la espió sin dejarse ver. El joven empezaba a
conocer el bosque como su propia casa. Pasaba mucho tiempo en él cazando
pajarillos y era capaz de fundirse con la vegetación y de no emitir ningún
sonido.
La joven sacó de su mandil una pieza de
madera que Manuel reconoció como el reclamo que él mismo le había fabricado
años atrás. Francisca sopló varias veces emitiendo el característico sonido y
paró mirando a un lado y a otro en completo silencio. Por un momento Manuel
pensó que ella le había oído de alguna manera y dejó de respirar por unos
segundos. La joven volvió a soplar el ingenio obteniendo de nuevo el sonido del
cantar de pájaro. Paró de nuevo y volvió a silbar. Lo hizo varias veces hasta
que un primer pajarillo bajó de su rama y vino a revolotear alrededor de la joven.
Un par de pajaros más se posaron cerca casi instantáneamente mientras ella
seguía utilizando el silbido para atraer a jilgueros y mirlos por igual.
En unos instantes, la muchacha estaba rodeada
de una veintena de pajarillos que cantaban a su lado. Manuel se maravilló de la
aplicación que Francisca había descubierto para uno de sus artilugios. Él
normalmente solía utilizar sus reclamos para atraer a un pájaro para
experimentar con él cegándolo con agujas al rojo vivo, amputarles la cola o las
patas para ver como volaba después o apretarlo tan fuerte con sus manos con el
fin de ver como morían y para recrearse sintiendo el último aliento de sus
desgraciadas victimas. Jamás pensó en rodearse de pajarillos y de quedarse
así disfrutando de su presencia.
-¿Quién está ahí?-Gritó de
pronto la niña mirando a un lado y a otro mientras los pájaros que se habían
posado a su lado levantaban el vuelo y se perdían entre los árboles.
Manuel sintió el temor de ser descubierto
espiando a la bella soutelana y se quedó paralizado sin apenas respirar. Jamás
iba a tener una excusa válida para explicar porqué la había seguido y porqué
había estado allí mirándola durante tanto tiempo. Presa de un pánico
inexplicable, el joven echó a correr en zigzag entre los árboles.
Francisca, al oír el ruido que producía
Manuel al salir huyendo pensó sin embargo que se trataba de algún animalillo y
no le dio más importancia.
Romsanta sin embargo corrió hacia un lado y
otro y cuando llevaba un rato huyendo se dio cuenta que había perdido el
camino. No sabía hacia dónde se encontraba el pueblo y decidió buscar un claro
para orientarse con el sol. Corrió primero hacia un lado y luego hacia el otro,
vislumbró un rayo de luz que caía a la derecha y se precipitó hacia él. Por
desgracia no pudo llegar al claro. Una piedra oculta bajo varias hojas hizo
tropezar al joven que cayó violentamente contra suelo golpeándose la cabeza con
un canto puntiagudo. Perdió el conocimiento al instante y un pequeño hilo de
sangre comenzó a deslizarse desde su frente hasta su oreja izquierda primero y
hacia las hojas esparcidas por el suelo después.
Pasaron tres horas.
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