CAPITULO XII (1)



XII
18 de mayo de 1822
CASTRO CALDELAS, OURENSE


1

El pueblo era un fantasma de lo que había sido alguna vez, hacia mucho tiempo. Apareció de repente al atardecer cuando Ferreiro llevaba ya algunas horas diciendo que lo encontrarían detrás de la loma siguiente. Y es que el buhonero no había pasado por aquel lugar desde antes de la guerra y no recordaba que el camino se hace mas lento y pesado cuando vas cuesta arriba y con el caballo agotado. Hablaba muchas veces de su prospero y acaudalado amigo Samuel de Castro Caldelas, del precioso pueblo dónde los colores eran vivos y las mujeres eran hermosas, de mejillas coloradas, pechos henchidos y carnes generosas. Contaba maravillas del altivo e imponente castillo que dominaba el municipio desde lo alto del promontorio dónde una vez se asentó una fortificación romana mucho mas impresionante aún.
Pero si había algo que los Blanco estaban deseando encontrar en aquel paraíso terrenal era el vino rojo como la sangre que corría en abundancia y la carne púrpura y jugosa que parecía no tener fin. Así se lo había descrito Ferreiro y así esperaban encontrarlo. Y es que el hambre era capaz de variar el itinerario de aquellos hombres que llevaban muchos días comiendo poco y recibiendo menos de los lugareños de los pueblos por donde pasaban.
Pero Castro Caldelas no era en aquellos días el pueblo hermoso que Manuel Ferreiro recordaba. Al pasar la ultima loma, lo que los cuatro viajeros encontraron fue un pueblo devastado. La mayoría de las casas estaban derruidas. Las piedras de lo que habían sido los anchos muros de las hermosas viviendas estaban esparcidas aquí y allá sin sentido ni orden. Incluso el imponente castillo parecía haber sufrido una terrible y espantosa fatalidad.
El pueblo estaba muerto. Tan solo se podían ver una media docena de casas, algún que otro campesino y un pequeño puñado de animales pastando en un minúsculo vallado.  
Ferreiro se quedó boquiabierto ante aquella decepcionante visión. No podía creer que un pueblo tan bonito hubiera quedado reducido a un puñado de escombros en tan poco tiempo.
Dejaron el carro en el camino y bajaron por el escarpado camino hacia los restos de las primeras casas. Un niño sucio vestido casi con harapos y con la cara embarrada miró a los viajeros con desconfianza. Sin decir palabra, el muchacho corrió saltando por algunos escombros y se escondió detrás de una manta que servía de cortina a una ruina que seguramente le servía de casa.
El cementerio ya no existía. En su lugar, había un terreno con lápidas y cruces tiradas aquí y allá sin orden ni sentido. Un anciano cavaba una tierra contigua con visible esfuerzo y una fatiga manifiesta.
-¡Saludos buen hombre!-gritó Ferreiro levantando la mano.
El hombre se puso erguido mirando hacia dónde venían los extraños y entrecerró los ojos para ajustar la vista y ver mejor a los tres hombres y el niño que avanzaban por el camino.
-¡Con Dios!-contestó el anciano.
-¿Pero qué ha pasado en este pueblo?-preguntó Ferreiro con impaciencia.
-¿Que qué ha pasado? -cortó el anciano- nada, ¿ha pasado algo?
-¡Como que si ha pasado! ¡Pues claro que ha pasado! La última vez que vine aquí, esto era un pueblo precioso con casas grandes, enormes corrales repletos de animales y hórreos llenos a rebosar de grano. 
-¿Y cuando fue la última vez que paso usted por aquí?-cortó el anciano.
-Pues creo que fue un año o dos antes de la guerra.-contestó Ferreiro.
-Pues eso es lo que ha pasado, buen hombre.
-¿El qué?-insistió Ferreiro con impaciencia.
-La guerra señor, eso pasó....la guerra.
Ferreiro lo comprendió todo al instante. Jamás hubiera imaginado que la contienda llegara a aquel lugar perdido en la nada. El buhonero conocía las batallas que se habían librado en Galicia a través de los relatos de las gentes de los pueblos por dónde había pasado. Conocía a muchas mujeres cuyos maridos habían muerto en cruentas batallas contra las tropas galas  y a menudo contaba relatos épicos sobre valientes gallegos enfrentándose al poderoso ejercito francés armados solo con herramientas del campo y mucho valor. Pero nunca había escuchado nada sobre lo que había pasado en Castro Caldela.
-¿Cómo ocurrió?-preguntó simplemente Ferreiro.
Y el anciano de Nombre Pascual contó lo que había pasado en la comarca durante la guerra de la independencia. Fue nada más comenzar la contienda. Los hombres de las villas de los alrededores se reunieron y se organizaron para hacer frente al ejercito invasor comandado por el General Luisson. El oficial francés, un hombre curtido en muchas batallas no era capaz de repeler los ataques de los gallegos que salían del bosque, lanzando ofensivas relámpago, robando las armas, matando a los desprevenidos soldados y desapareciendo de nuevo en la espesura. Luisson se sabía superior a los gallegos pero perdía muchos soldados en las escaramuzas y emboscadas de los habitantes de la región. Los animales tampoco se libraban de los gallegos apareciendo muchas mañanas los caballos muertos por envenenamiento o los mulos de carga reventados a cuchillo. Las tropas españolas llegaron a la zona con la intención de acabar con Luisson y con su ejército. Sabían que los soldados franceses estaban desmoralizados por el gran número de bajas en sus filas. A diario, los franceses encontraban a sus compatriotas muertos y mutilados horriblemente por los caminos, por los riachuelos o en sus propios campamentos al amanecer.
El ejército español llegó a la villa de Castro Caldela y utilizó el castillo como fuerte para sus tropas en enero de 1809. En apenas un mes el general Medina reunió a todos los hombres y mozos de la región y preparaba una gran ofensiva contra los franceses con la intención de expulsar al invasor “para nunca mais volver”. Sin embargo Medina cometió un error. El 7 de marzo, reunió a todo su ejercito en la villa de Castro Caldela para armarle y prepararlo para la gran batalla. El general Luisson supo de aquella concentración a través de sus espías y con la ayuda de los generales Duchamp y Colmeny atacó a la villa con gran violencia incendiando el pueblo  el castillo y matando a todo el que encontraba por el camino. El pueblo quedó vacío y reducido a cenizas en apenas cuatro horas. Se convirtió en un pueblo fantasma durante la guerra y tan solo algunas familias habían vuelto a poblar el municipio desde entonces.
Sol Stuart, pariente de los Duques de Alba, los propietarios del castillo llegó al pueblo para reconstruir y morar en la Torre del homenaje. Eso hizo que algunas familias repoblaran la villa y diera de nuevo algo de vida a la región.
-¿Y que fue de Samuel Novoa? Fue gran amigo mío hace muchos años.
-Samuel murió a manos de los franceses. Era un hombre bravo. Los ricos del pueblo huyeron al principio de la guerra pero él no. Salía con los mozos y volvía jactándose de haber matado a mas franceses que los jóvenes que iban con él. 
Pascual se apoyó el astil de su azada y miró al cielo que se estaba cubriendo preparando las aguas que iba  a descargar durante la noche. 
-El día en que llegaron los franceses, Samuel fue de los primeros en hacerles frente. Se adelantó incluso a los soldados del ejercido e incluso sobrepaso al bravo teniente Vázquez que había jurado ser el primero en morir aquel día pero después de llevarse por delante a no menos de veinte franceses.  Vázquez cumplió con su cupo antes de morir, incluso con creces. Dicen algunos soldados que antes de morir, había amontonado una pila invasores desmembrados, decapitados y destripados delante de él. Samuel sin embargo llegó ante el paquete de soldados franceses y cayó al suelo sin matar a enemigo alguno. Dicen que quedó con los ojos como platos y la boca abierta mirando la batalla tumbado en el suelo con media cara hundida en un charco.
-¡Dios. Que gran desgracia!- concluyó Ferreiro-al final no comeremos carne esta noche.
El anciano quedó atónito ante lo que acababa de escuchar.
-¿Pensaban de verdad encontrar algo en este pueblo?-estalló en una sonora carcajada-¡Amigos, este el peor sitio del mundo para darse una comilona.-siguió riendo durante un rato y concluyó:
-Lo mejor que pueden hacer es pasar la noche y partir cuanto antes por la mañana.
-Eso haremos buen hombre, eso haremos-dijo Ferreiro-pasaremos la noche en nuestra carreta y saldremos temprano por la mañana. ¡Con Dios Amigo!
-¡Con Dios, viajeros!-sentenció el anciano.
Los cuatro forasteros se encaminaron de nuevo a la carreta del buhonero y cuando había recorrido unos metros, Ferreiro se volvió y preguntó al hombre:
-¿Y usted? ¿Como logró sobrevivir a la batalla?
El anciano levantó de nuevo la vista hacia los visitantes y levantando la mano dijo:
-Cuando tengas que pagar o cruzar un río non seas nunca el primero en facerlo.









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