CAPITULO XII (2)
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-¡Miguel, apúrate! Despierta
a los nenos que nos marchamos.
Ferreiro sacudía su amigo como si tuviera el
diablo a sus espaldas. La noche había caído por completo sobre el pueblo de
Castro Caldelas hacía ya al menos cuatro horas y las pocas gentes que habitaban
la destartalada localidad ya estaban sumidas en sus propias pesadillas llenas
de fuego, dolor, muerte y una buena cantidad de demonios con los más
variopintos de los nombres.
Los viajeros exhaustos y desmoralizados ante
la visión de decadencia de una villa que una vez fue próspera, rica y llena de
abundancia, decidieron aparcar la carreta del buhonero en lo alto de la loma al
abrigo de los muros del castillo, o de lo poco que quedaba de él. Habían
encendido un fuego del cual apenas quedaban ya unas pocas ascuas que calentaban
a Miguel Blanco y sus dos hijos que dormían placidamente a raso entre las ruedas
de la carreta a la llegada del jadeante buhonero.
Manuel se había quedado dormido hacía muy
poco tiempo. Los relatos del anciano sobre las batallas que en aquel lugar se
habían librado, hicieron despertar la imaginación del joven que estuvo largo tiempo,
desde que se acostaron hasta que se quedó finalmente dormido, imaginando y
sobre todo recreando las gloriosas gestas de sus valerosos paisanos muriendo
mientras repelían los ataques de los diabólicos y malvados franceses. Durante
un momento incluso, justo antes de quedarse completamente dormido, el joven
Romasanta estuvo escuchando los gritos de los combatientes, el chocar del
hierro contra el hierro, el borboteo de la sangre huyendo por las heridas y el
silencio frío e infernal que quedaba cuando el lamento de un herido se apagaba
lentamente tornándose en muerte.
Seguramente esto último fue lo que confundió
al muchacho cuando Ferreiro le sacudió violentamente para despertarle. Por un
momento, pensó que se trataba de un combatiente del ejercito español llamándole
para el combate y por eso se puso en pié como si hubiera sido empujado por un
muelle invisible. Aun quedaban muchas horas para el amanecer. Manuel Blanco
vislumbró la gran silueta de Ferreiro, de pie, frente a él tapando la tenue luz
que proyectaba la luna. Su hermano se desperezaba a su lado gruñendo mientras
se incorporaba en su improvisado camastro.
-¿Qué carallo está pasando?-gruñía Miguel que estiraba los brazos hacia
la luna como si la fuera a agarrar.
-¡Que nos vamos! Nos vamos
ahora mismo.-contestó Ferreiro mientras
echaba dentro de la carreta un saco de tela que se movía solo y desde dónde
provenían unos chillidos que parecían a los de un niño pequeño.
-¡De aquí no se mueve nadie!-espetó Miguel Blanco-Después de lo que nos ha costado encontrar
este lugar olvidado de Dios, dónde no hemos nada para comer, y mucho menos para
beber...
-Pues quédate si quieres,-cortó Ferreiro-golpeando el saco que desde
dónde los chillidos se hacían ahora más intensos-cuando se enteren los del
pueblo que les falta lo que llevamos en este saco, les encantará ponerte a ti
en su lugar.
-¡Dios mío Ferreiro! ¿Qué
demonios hay en este saco?-preguntó Miguel con los ojos
como platos al percatarse del fardo que su amigo empujaba dentro de la carreta-¿No habrás..?
-¡Ferreiro, por Dios, has
robado a un niño.-gritaba Antonio horrorizado
llevándose las manos a la boca.
-¿Un niño? ¿Y para qué
queremos nosotros un niño?-exclamó Ferreiro sorprendido-He robado un cerdo. No es muy grande pero que
el diablo me lleve si nos vamos de aquí sin probar carne.
Venga apuraos que mañana desayunamos oreja y
rabo de cerdo, pero para eso tenemos que estar lejos de aquí cuando despunte el
alba.
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