CAPITULO XII (3)
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Ni Manuel ni Antonio consiguieron dormir
aquella noche. Ferreiro adentró el carro por los caminos mas abruptos del
bosque a una velocidad que hacía que el caballo tuviera que parar de cuando en
cuando por la sed y el agotamiento a pesar de los golpes que recibía de su amo
con las riendas de un cuero duro y engrasado. En el interior de la carreta, los
vaivenes, los saltos y sobre todo los chillidos del cerdo que habían robado,
hicieron que los muchachos estuviesen en tensión hasta casi una hora antes del
amanecer. El animal emitía un sonido agudo, estridente y aterrador. Por
momentos parecía que lo que había en el saco era verdaderamente un niño y no un
cerdo. En algunas ocasiones, Manuel llegó a pensarlo de verdad a tenor de las
historias que había oído relatar sobre el amigo de su padre. Contaron en una
ocasión que, encontrándose Ferreiro en Esgos, llegó un hombre al pueblo de
nombre Luis Carballino contando historias horribles sobre el buhonero y
diciendo que lo buscaba para matarlo. Al parecer, la mujer del tal Carballino
se había marchado con Ferreiro y el marido despechado los siguió durante un
tiempo de camino a Portugal. El cornudo se sorprendió como la pareja dejó de
serlo al llegar a Barbantes. Ferreiro
entró solo en la taberna de Doña Silvia Morales, comió abundantemente y bebió
al menos tres jarras de vino. Luego, y sin pretender vender nada allí, montó de
nuevo en su carreta y siguió su camino. Fue en el bosque cercano a Razamonde
cuando Carballino salió a su encuentro y al preguntarle dónde había quedado su
mujer, Ferreiro le dijo que la había matado y que su unto estaba en unos
frascos de cristal en su carreta. Al escuchar el terrible relato, Carballino se
lazó sobre el gordo buhonero y este le golpeó con una piedra puntiaguda
abriéndole una brecha en la cabeza por dónde manaba la sangre a borbotones.
Ferreiro dejó al hombre allí por muerto y salió a toda prisa del lugar como
alma que lleva el diablo. Al contar Carballino aquello en Esgos, las gentes se
lo tomaron a broma, a pesar de la deformidad en la cabeza del pequeño y delgado
forastero. El caso es que Ferreiro y él se encontraron cara a cara en el pueblo
delante de mucha gente y el buhonero se puso nervioso como si hubiera visto a
un fantasma. A pesar de ello, se repuso y le dijo al menudo Carballino que
reconocía que tenía una deuda con él y le pidió que le acompañara a Maceda
dónde le pagaría trescientos reales que debía cobrar de un negocio. El hecho es
que Carballino no volvió a aparecer jamás por la aldea. Ferreiro contó que
había saldado una deuda con él, (aunque el menudo cornudo jamás dijo que el buhonero le debiera dinero alguno), y confesó
haberse encontrado en varias ocasiones con la mujer del desgraciado en
Santander dónde la gorda mujerona acabó finalmente por ejercer la prostitución.
El asunto quedó rápidamente olvidado pero la
mala fama de Ferreiro siguió alimentándose cuando algunos habitantes de
Chantade y Carballedo pasaron por Ouense afirmando que un buhonero de Xinzo da
Costa había raptado y dado muerte a dos niños de la sierra del Faro.
La historia de aquellos niños perdidos volvió
a la memoria de los hijos de Miguel Blanco al escuchar durante gran parte de la
noche el guarrido del cerdo. El chillido sin embargo cesó cuando la carreta
paró en un claro del bosque entre Castro Caldelas y Penelas. El lugar estaba
limpio de árboles en una circunferencia casi perfecta de unos veinte metros de
diámetro. Unas piedras estaban dispuestas en un circulo perfecto delimitando el
claro y en el centro quedaban los rastros de lo que había sido una hoguera
demasiado grande para un improvisado campamento. Miguel pensó que el lugar
tenía algo de maligno pero no dijo nada cuando comprobó que los lobos que
habían corrido alrededor del carro durante toda la noche rehuían de aquel lugar
con el temor primitivo que solo las bestias del bosque saben sentir.
Ferreiro puso pié en el suelo gritando:
-¡Bajad al puerco ahora
mismo, que el desayuno está cerca y mi panza ruge como un oso!
El grueso limego no esperó a que ninguno de
sus acompañantes obedeciera su orden y se dirigió a grandes zancadas a la parte
trasera del carro. Una vez allí, agarró el saco con violencia y lo arrojó al
suelo con un golpe sordo y apagado. El cerdo comenzó de nuevo a removerse
dentro de su jaula de tela y a chillar como si sintiera su muerte inminente.
-¡Miguel, vamos! ¡Sujeta este
bicho o alcánzame la mesa de madera que hay en la carreta y el cuchillo de
matar!
Miguel saltó de la parte delantera del carro
al mismo tiempo que sus hijos lo hacían por la parte trasera. Alcanzó de un salto a su amigo y se arrodillo
sujetando el saco con las dos manos y una pierna.
-¡Vamos chicos, ayudad a
Ferreio!-gritó a sus hijos asustados
que no sabían hacia dónde acudir.
-¡Venid muchachos, ayudadme!-gruñó el buhonero empujando a los muchachos
hacia la carreta.
Bajaron una mesa gruesa que había en el fondo
de la carreta y Ferreiro sacó unas cuerdas, un cuchillo largo con una hoja de
al menos cuarenta centímetros, y una funda de cuero atada con una cuerda que
nadie sabía qué contenía.
-Preparaos que vamos a callar
a esta hermosa bestia.-Sentenció Ferreiro con una
sonrisa diabólica.-Poned esa mesa a un lado y
buscad palos para hacer una buena lumbre, Miguel, alcánzame aquel cubo...
Los chicos no se atrevieron a alejarse
demasiado de aquel lugar, primero porque sentían que el circulo en el que
habían parado había sido testigo de algo realmente demoníaco y luego porque
habían caído en la cuenta que el bosque eh aquel lugar era sospechosamente
silencioso. Solo se escuchaban los gruñidos del cerdo. Nada más. Así que
los muchachos amasaron unas cuantas
ramas y las llevaron al centro del círculo dónde aún quedaban restos de troncos
medio chamuscados.
Ferreiro colocó los palos y los restos de los
troncos haciendo una improvisada pirámide y puso un buen puñado de musgo seco
en la base. Sacó de su bolsillo un artilugio metálico con una pequeña rueda y
desde la cual pendía una cuerda anaranjada y exhibiendo el objeto a los niños
dijo:
-¡Atentos muchachos, esto es
magia!-dijo con picardía. El
buhonero puso entonces el artilugio sobre la base de las maderas y accionando con
violencia la pequeña rueda, hizo saltar unas pequeñas chispas que prendieron el
musgo haciendo aparecer una pequeña llama azul destinada a convertirse pronto
en un fuego cálido y voluminoso.
-¡Vamos amigos, ayudadme que
estamos tardando mucho ya!
Ferreiro agarró el saco sin mucho esfuerzo y
lo soltó sobre la mesa haciendo señas a todos para que los sujetaran con
fuerza. Miguel y Antonio se esforzaron por mantener el cuerpo del animal
tumbado sobre la mesa con la fuerza de sus brazos en incluso en ocasiones con
todo el cuerpo mientras Manuel miraba toda la escena con horror pero sin poder
apartar la vista de la terrible escena. Sintió que le llegaba un olor fétido,
nauseabundo como de podredumbre. “Será el cerdo” pensó el joven sin mucho
convencimiento. Olfateó mirando a su alrededor y acercó la nariz a la mesa. Era
la mesa la que olía tan mal, y el cubo de madera que tenían en el suelo, y el
cuchillo de matar. “El cuchillo de matar” así lo había llamado Ferreiro. Eso
quería decir que no era la primera vez que el buhonero mataba con aquel
cuchillo. Y Manuel lo tenía cada vez mas claro al ver cómo el hombre se
manejaba en aquella matanza sin ser ni haber sido carnicero en su vida. La
cuestión era: ¿Aquel cuchillo había servido para matar mas cerdos anteriormente?
¿Había matado otro tipo de animales con él? ¿Personas quizá? ¿Niños?
La imagen de Ferreiro sacando al cerdo del
saco se tornó a la de un carnicero con su mandil de cuero y la ropa manchada de
sangre sujetando a un niño desnudo sobre la mesa rezumando la sangre de
innumerables victimas pasadas. Con la destreza de un matarife y sin dejar de
sujetar a la victima con una mano, hizo un elaborado nudo y ató la pata trasera
del animal a una de las patas de la mesa. Eso inmovilizó casi por completo el
pequeño y rosado cerdo y los brazos de Miguel y Antonio Blanco hicieron el
resto.
Ferreiro agarró el maloliente cuchillo y
enseñándolo a Manuel con una sonrisa más maliciosa aún que la vez anterior
exclamó:
-Mas magia pequeño. Y esta
vez de la buena. Vas a ver como se apaga una vida.
Y sin mas, el hombre sujetó la cabeza del
animal con fuerza, metió el largo cuchillo por el cuello del animal abriéndole
un pequeño tajo y con un pequeño juego de muñeca hizo el corte fatídico para el
pequeño cerdo. Instantáneamente, sacó el cuchillo y la sangre brotó como por
una fuente escapándose del cuello del animal.
-¡Antonio, recoge la sangre
en el cubo, deprisa!-gritó Ferreiro mientras
impedía con cada vez con menos fuera, los espasmos del puerco.
El muchacho obedeció salpicándose de la
oscura y caliente sangre mientras todos escuchaban como la vida se escapaba del
pobre cerdo. Dejó de chillar para emitir lo que parecía un gorgojeo primero y
un lamento casi humano después. Y finalmente el quejido se hizo cada vez mas
silencioso y espasmódico hasta apagarse por completo.
El cerdo había muerto.
Sin recrearse en lo que acababa de ocurrir,
Ferreiro agarró una rama seca y la acercó al fuego. Los palos prendieron y con
la fina e improvisada antorcha se fue al cerdo y pasó las llamas por el cuerpo
del animal. Después de quemar la piel
que cambiaba de tono a medida que el fuego la tocaba y de arrancarle las cerdas
raspándolas con el cuchillo de matar, el buhonero sacó una barra de hierro y se
puso a afilar el cuchillo con unos movimientos rápidos y certeros.
Empezó cortando la cabeza. Apenas le costó la
operación. El cuchillo estaba perfectamente afilado y la destreza del buhonero
consiguió que en pocos segundos la
cabeza estuviera separada del cuerpo del animal ante la mirada complacida
de Miguel y horrorizada de Antonio y Manuel. Habían visto otras matanzas en la
aldea, pero nunca tan de cerca y mucho menos en un paraje como aquel. Dejando
el cuerpo a un lado, Ferreiro sujetó la cabeza con una mano y haciendo unos
movimientos gráciles y certeros, separó la careta del animal del resto de la
cabeza. Había sacado la pieza prácticamente entera, lo que confirmó a sus
compañeros que era ya maestro en este tipo trabajos. Y parecía gustarle lo que
estaba haciendo. A medida que hincaba el cuchillo y que cortaba con unos
movimientos de muñeca que parecían mas propios de un director de orquesta que
de un burdo carnicero, el vendedor ambulante, sonreía y canturreaba,
seguramente ante la promesa de llenarse la panza con la carne que estaba trinchando.
Es posible también que los pensamientos del buhonero no fueran de tipo
gastronómico y que divagasen en dirección a vivencias pasadas y menos mundanas
a tenor del semblante, a veces maligno, a veces maquiavélico, que asomaba entre
la sonrisa divertida y la atención ante la minuciosidad de algunos cortes.
Se puso la careta del cerdo sobre su propio
rostro y haciendo unos bailes propios de una meigas, danzó alrededor de los
niños emitiendo sonidos fantasmagóricos. Ante la visión aterradora del enorme y
redondo buhonero con la cara del cerdo y bailando a la luz de la hoguera, los
chicos se asustaron y comenzaron a gritar y a correr en todas las direcciones.
La carrera de Antonio se vio cortada por un puñetazo que le acababa de dar su
padre:
-¡Deja de chillar como una
rapaza, babaca! ¡Que ya eres un hombre para tener miedo de estas cosas!
Ferreiro se irguió de pronto. Se quitó la
mascara improvisada y miró a Manuel que estaba frente a él ya sin el más mínimo
rastro de miedo en su rostro. El niño iba comprendiendo durante aquel viaje
que, en ocasiones, los monstruos no tienen cuerpo de cabra y rostro de niño, o
son grandes, peludos y con unos colmillos lasgos y babeantes. A veces, el
monstruo habita en el cuerpo de un delgado campesino bigotudo o en el de un
gordo y relejoso vendedor ambulante. El niño miró a su alrededor, el bosque
parecía aclararse, la negrura estaba dejando paso al espesor de los árboles y
la abundante vegetación. Sintió el deseo de salir corriendo a través de él y
separarse de aquella siniestra comitiva con la que había compartido ruta
aquellos días. Sin embargo, la voz de Ferreiro le hizo desistir de su impulso:
-Vamos chicos, echamos este
morro a la lumbre y en un momento estamos desayunando forro y oreja de cerdo,
que ya está amaneciendo y nos queda otro día muy largo por delante.
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