CAPITULO XII (4)



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El sol ya entraba de lleno en el claro del bosque cuando Ferreiro animó a los Blanco a que fueran a dormir un poco. La noche había sido larga, llena de sobresaltos y de emociones fuertes y había que emprender de nuevo el viaje lo mas rápidamente posible. El tendero necesitaba a su amigo Miguel sobrio y descansado para tomar las riendas del carro durante un largo trecho si finalmente las fuerzas le fallaban o caía rendido por la falta de sueño. Así, Miguel, Antonio y Manuel Blanco se fueron a descansar por fin a sabiendas que serían despertados en muy pocas horas. Esas horas eran las que necesitaba el buhonero para despiezar al cerdo y prepararlo para su conservación.
Manuel se durmió casi instantáneamente. Era tan profundo su sueño que no oyó roncar a su hermano que dormía justo a su lado dentro de la carreta. Miguel se había tumbado a las ruedas del carro consciente de que no era el mejor sitio ara echar una cabezada teniendo en cuenta que su amigo pasaría todo el tiempo yendo y viniendo por su lado. Sin embargo, y a pesar de que era ya de día, prefería estar a los pies del carro que en cualquier otro lugar de aquel claro rodeado de piedras romas y con símbolos extraños en el suelo y en los troncos de los árboles. Los símbolos los habían visto ya al amanecer. Parecían letras de otros tiempos y dibujos de personajes grotescos en distintas posturas y acometiendo tareas impropias de personas civilizadas. En ocasiones se veían los seres, siempre desnudos, gordos y bajitos, fornicando con animales, blandiendo hachas o cuchillos o descuartizando animales como estaba a punto de hacer Ferreiro.
Fue con la visión de los símbolos y sus extrañas actividades con lo que se sumió Manuel en el sueño profundo. Y fue allí, en sus sueños dónde vio a aquellos extraños moradores del bosque bailando por la noche a la luz de una enorme hoguera. Los vaivenes de las llamas dibujaban en ellos unos cuerpos deformes, retorcidos y asimétricos que parecían tener la piel empapada de una sangre oscura y viscosa. Allí los vio en circulo adorando a uno de ellos, el mas alto, mientras este levantaba un enorme machete sobre lo que parecía un pequeño y sonrosado cerdo. ¿O era un niño? La luz de la lumbre no lo mostraba explícitamente. Si al menos pudiera oír los lamentos del ser que estaba apunto de ser sacrificado. Pero solo escuchaba el canto de los deformes bailarines: una melodía atona, lenta y monótona acompañada de una letra que mezclaba palabras en gallego con una lengua incomprensible y extrañamente diabólica.
El que se suponía era el jefe del diabólico grupo clavó el cuchillo con violencia sobre el cuerpo que yacía sobre la mesa ensangrentada. Manuel cayó en la cuenta que se trataba de la mesa de Ferreiro y que el arma que acababa de segar una vida no era otra que el “chuchillo de matar” aunque, en manos de aquella deforme figura, parecía mas grande y mas negro. La sangre de la victima brotó en un estallido hacia arriba como si de un geiser se tratara salpicando a todos los que estaban allí danzando y canturreando. Todos se sintieron complacidos al ser salpicados por el viscoso líquido alzando las manos al cielo primero y rebozándose en la tierra después al tiempo que sus cánticos se hacían más insoportables al oído.  Un olor nauseabundo invadió el lugar, era un hedor mezclado como de carne o grasa podrida quemada. 
De pronto, el más grande aulló lo que parecía una orden. Todos los demás se pusieron en pié mirando a su líder como señalaba hacia el lugar donde se encontraba la carreta de Ferreiro. El hombre alto miro hacia dónde se encontraba Manuel observando toda aquella parafernalia y como si acabase de descubrir al molesto observador, lanzó unos terribles e incomprensibles gritos al cielo y se encaminó a grandes zancadas hacia la carreta. Manuel gimió. Abrió la boca pero era incapaz de emitir ningún sonido. Tenía que avisar a su hermano del peligro que corrían pero ningún sonio salía de su boca. El hombre avanzaba a gran velocidad  mostrando el ensangrentado cuchillo. El hedor era cada vez mas insoportable. Dos pasos más y llegaría a la parte trasera de la carreta. Un paso, otro y finalmente, con los dientes apretados y con el cuerpo tenso, el terrorífico ser levantó el cuchillo para clavarlo con gran vehemencia en el cuerpo de Manuel blanco.
Manuel despertó con el ruido de su propia voz. Por fin había conseguido gritar, aunque el grito era profundo y apagado. Tenía el cuerpo empapado por el sudor y por su frente caían aun las ultimas gotas del salado liquido. Sentía aun en sus sienes los latidos desbocados de su corazón. La luz del sueño dio paso poco a poco a la luz real del día que daba al bosque una imagen completamente distinta a la que daba por la noche. Se asomó afuera desde su improvisado camastro y solo vio como Ferreiro abría el estuche de cuero que había sacado antes de matar al pequeño cerdo. El atado de cuero se desplegó encima de la mesa al lado de lo que quedaba del cuerpo del cochinillo. El animal había perdido la cabeza y los cuartos traseros y delanteros. Los órganos internos tampoco estaban ya en la cavidad del cuerpo. Tan solo asomaba del interior del cuerpo, el costillar  y un olor insoportable. Romasanta se percató entonces de lo que escondía la funda de cuero morado. Se trataba de un juego de cuchillos finos, un par de extrañas pinzas, un martillo de pequeñas dimensiones y un hacha que apenas cabía en la palma de la mano pero que mostraba un filo que probablemente podría cortar la mano de un hombre con solo rozarla. Los demás estiletes, de una plata limpia y reluciente mostraban también un peligroso y amenazador filo.
Ferreiro extrajo un pequeño verduguillo con un mango negro y comenzó a afilarlo con la ayuda de un afilador que también extrajo del estuche.
Con la precisión de un maestro artesano, el hombre comenzó a cortar la piel del cerdo rajando y estirando con cuidado de no romper el frágil cuero. Después de un instante de manejar el estilete con la gracia de un violinista, el buhonero sacó la piel en una sola pieza. Después de dejarla sobre unas piedras colocadas en el suelo, Ferreiro extrajo otro cuchillo con la hoja un poco mas larga y con un solo filo. Lo afiló y lo hundió de nuevo en el animal. Después de unos cortes mas, el hombre sacó unas tiras anchas de grasa espesa y blanquecina. Cuando terminó de sacar toda la manteca del animal, juntó todos los trozos y los metió en una sartén que ya llevaba un momento calentándose en el fuego. La sartén se puso a chisporrotear escupiendo gotas hirvientes de manteca licuada. Ferreiro movió la sartén para con movimientos bruscos y después de un momento, sacó de debajo del carro un palo liso con la punta ennegrecida por fuegos anteriores, y mezcló el hediondo liquido durante unos diez minutos.
Manuel Blanco, observaba divertido como el buhonero retiraba la sartén del fuego para después de unos minutos llenar unos frascos de cristal con el liquido resultante.
Por un momento, Ferreiro le pareció a Manuel Blanco alguien digno de admirar. El joven siempre había pensado que el gordo amigo de su padre era un fantoche arrogante e inútil además de un borracho mentiroso. Sin embargo aquella mañana, el joven comprendió que aquel hombre había vivido y aprendido a hacer cosas provechosas. Sabía que gracias al buhonero, todos ellos comerían carne sabrosa en los próximos días. Pero lo que mas maravilló al muchacho fue la gracia y la delicadeza con la que había despellejado al cerdo y había extraído y licuado la grasa del animal.
Poco podía imaginar en aquellos momentos que él mismo se convertiría también en un experto en aquellas artes aunque él, como Ferreiro aquella mañana, no se jactaría jamás de su destreza, por la cuenta que le traía. 



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