CAPITULO XIII





XIII
22 de mayo de 1822
VAL DO RIO NAVEA
OURENSE




Manuel Ferreiro golpeaba al caballo más de lo normal. Estaba ansioso por llegar a Xunqueira antes de la caída del sol. Miguel Blanco le repetía sin cesar que estaban siendo perseguidos por una manada de lobos y, aunque Ferreiro solo había visto un par de sombras una tarde antes de llegar a Piñeira, su había dejado contagiar por el nerviosismo de su amigo.
Manuel estaba sentado en la parte trasera de la carreta de Ferreiro tallando figuras de madera con la ayuda de una pequeña y afilada navaja. Él si que había visto los lobos. La loba que su padre había intentado matar en Sotuelo les siguió sola hasta Vilariño Frio. Aquella noche se le unieron dos machos mas grandes y mas oscuros. Al llegar a A Caseta la manada se componía ya de una decena de animales silenciosos y esquivos que rondaban la carreta del buhonero por la noche a la espera del momento propicio para dar a la de su especie la venganza que se merecía.
Romasanta pasaba los largos días del viaje esculpiendo pequeñas estatuillas con los trozos de troncos y ramas que recogía durante el camino. Los primeros días hacia figuras anodinas como un gallo, un caballo, una iglesia, una cruz, pero a medida que el viaje avanzaba, Manuel se sentía cada vez mas fascinado por aquellos animales silenciosos, solidarios entre si, de una gran nobleza e incapaces de hacer daño a otro de su especie. “¡Ah, cuanto tenemos que aprender de los lobos!” pensó el joven mientras recordaba la crueldad de su padre con todos los miembros de su propia familia.
Comenzó tallando un lobo en miniatura, después hizo una pata con sus garras afiladas. Luego se fijó mas en profundidad y cinceló una cabeza a tamaño real articulada. Eran autenticas obras de arte. Lastima que no podía enseñárselas a nadie. Su padre le mataría a golpes de verlas y Ferreiro se mofaría de él (¡el muy imbecil!). Así que el joven escondía sus tallas en un saco de tela debajo de la carreta. Su padre jamás buscaría nada allí y Ferreiro estaba tan gordo que era incapaz de agacharse siquiera para ajustarse los zapatos.
-Este rapaz no te vale para nada-dijo Ferreiro para romper la tensión que sentía su amigo.- Espero que te sirva bien este verano en la siega. Los castellanos no son muy amigos de pagar jornales a los gandules.
-Tienes razón Manuel, este rapaz no sirve para otra cosa que no sea coser y hacer cosas de mujeres. Es amigo de todos los curas que hay desde aquí hasta Regueiro. Sería capaz de sacarle el demonio a un ahojado solo con los rezos pero no sirve para el trabajo en el campo. No vale para la matanza, no soporta ver la sangre.-hizo una pausa para mirar a todos lados como si hubiera visto un fantasma, o como si lo hubiese intuido. Quedó unos segundos escrutando el camino y luego prosiguió:
-Y luego hay que ver lo pequeño que es y la poca fuerza que tiene. Desde luego que este verano nos va a hacer más gasto que ganancia.
Miguel quedó paralizado repentinamente con todos los músculos tensos como gruesas maromas.  Había visto al menos tres sombras de animales corriendo entre los árboles. Estaba anocheciendo pero estaba seguro de que, a pesar de que no hacían ruido alguno, los lobos estaban allí, y eran mas de tres.
-¡DAME MI ESCOPETA CANICHA!-gritó Miguel a su hijo-¡Y DAME CARTUCHOS, QUE ME CARGO A UNA DE ESTAS BESTIAS ANTES DE LLEGAR A PIÑEIRA.
Manuel le dio a su padre la escopeta y un puñado de cartuchos. El joven se regodeaba con miedo de su padre. Tantas veces él mismo le había temido, cada vez que se emborrachaba y golpeaba a su madre o a cualquiera de sus hermanos hasta extenuarse. Le odiaba tanto, por todas las veces en que le había llamado despectivamente “Canicha”, por cada vez que decía que era una rapaza en vez de un rapaz, por la paliza que le había dado en Sotuelo (última de una larga serie durante años) y porque aquel hombre merecía mucho mas estar muerto que vivo.
Miguel disparó varias veces recargando con tal nerviosismo que algunos cartuchos se le cayeron al suelo por el temblor de sus manos. Por supuesto, no le acertó a ninguno de los lobos. No llegó siquiera a verlos.
Mientras su padre disparaba y vociferaba enloquecidamente, Manuel se asomó a la parte trasera de la carreta para ver a la loba de color blanquecino que les seguía a apenas unos pasos. El joven y el animal se miraron sin que se viera rastro de temor o de odio en la mirada de ninguno de los dos. Manuel sonrió a la loba y le hizo señal con la mano de que se fuera.  El animal desapareció entre los árboles sin hacer ruido alguno.

Llegaron por fin al pueblo.

Al día siguiente retomaron el camino nerviosos por los acontecimientos de la tarde anterior pero aquel día ni Miguel ni Ferreiro vieron nada. Ni sombras, ni presencias, nada. Parecía que los lobos habían abandonado a su presa.
Otro día más y lo mismo, ni rastro de lobos ni de cualquier otro animal. En las jornadas sucesivas el miedo desapareció, los dos hombres hablaban, reían, se burlaban del joven y apocado Manuel y bebían hasta perder el conocimiento.
El viaje fue normal hasta aquella noche. Justo antes de llegar a Ponferrada. 

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