CAPITULO XV




XV
7 de junio de 1822
REGUEIRO.




María Romasnta salió de la casa antes del amanecer. Llevaba unos días que no dormía bien y aquella noche casi no durmió nada. Se quedó mirando hacia el camino que llevaba al bosque mientras una fina poalla le caía encima calándola hasta los huesos.
De repente, desde dentro del bosque, emergió un hombre uniformado montado a caballo. Detrás de él apareció una sencilla carreta y finalmente, tras la carreta, asomó otro jamelgo con otro hombre uniformado y con su hijo Manuel montado en los cuartos traseros.
Los dos hombres desmontaron. Manuel no bajó del corcel. Maria miraba atónita a su hijo pero sobre todo se fijó en el contenido de la destartalada carreta. Se trataba de un fardo alargado envuelto en mantas y atado con maromas por tres sitios.

-¡Dios Santo bendito!-consiguió decir antes de taparse la boca para reprimir el sollozo-¡MIGUEL!.
Uno de los hombres con uniforme de carabinero se acercó a ella, y tocándole el hombro al tiempo que sujetaba la correa de su fusil con la otra mano dijo:
-Fue atacado por una manada de lobos cuando casi llegados a León. El hombre tuvo que padecer lo indecible. Su hijo le encontró al amanecer. Los lobos prácticamente se lo habían comido.
Maria Romasanta cayó de rodillas llorando desconsoladamente y maldiciendo al Señor. Manuel miró a su madre sin mostrar ningún sentimiento. El joven no lloró aquella mañana con su madre y con dos de sus hermanos que salían entonces de la casa. Tampoco lloró por su padre en el entierro.


Miguel Blanco había muerto y para el joven Romasanta, así era como debía de ser. 

Comentarios

Entradas populares