CAPITULO XIV





XIV
3 de junio de 1822
RIO CÚA
CERCA DE VALDEPALOS.



Miguel y Ferreiro iban a tomar caminos distintos a la mañana siguiente. Romasanta y su padre estaban a punto de llegar al lugar dónde pasarían el verano trabajando en la siega y Ferreiro se adentraría hasta León para comprar abalorios y vender su mercancía por la ciudad y los grandes pueblos que la bordeaban. Después, tomaría camino de Portugal para comprar paños y mercadear con la manteca y volver desde allí a Galicia con las ropas y telas portuguesas que tan bien vendía a sus paisanos.
Aquella noche bebieron más de lo habitual. Ferreiro estaba fuera de sí.
-¡Ven aquí rapaza!-le gritó a Manuel extendiendo las manos con temblores febriles-Este buhonero lleva ya demasiado tiempo sin catar una hembra y vive Dios que tú me valdrás para un inmediato desahogo.
Miguel reía. La idea de que su amigo, borracho, abusara de su propio hijo le hizo tanta gracia que se desternillaba hasta sentir dolor en las quijadas.
-¡Ven, rapaziña!-seguía diciendo mientras se encaminaba hacia la carreta. Manuel, salió por un lateral y se metió debajo del carro. Ferreiro vio al joven y sonrió complacido al pensar que su presa ya se encontraba a su alcance.

Pero Manuel, además de ser pequeño, era también rápido y se movía en el bosque como en su propio hogar. Por otra parte, la noche era de luna llena y eso le permitiría escapar de Ferreiro y de esquivarlo toda la noche aunque el gordo buhonero tuviera una linterna y él no. Agarró el saco con sus figuras y se adentró en la espesura. Ferreiro cogió una de las lámparas de aceite y salió detrás de él.
-¡Rapaziña! ¡Rapaaaaaaza! ¡ Ven con papito!

Miguel siguió riendo durante unos minutos más hasta que dejó de escuchar los alaridos de su amigo en la lejanía. La algarada de unos minutos atrás había dejado paso al monótono crepitar de la lumbre y al constante sonido de los insectos y pájaros del bosque.

A lo lejos se escuchó el aullido de un lobo. Lánguido, puro, como movido por un lamento ancestral, el animal clamaba a la luna llena una plegaria antigua, más vieja que la misma humanidad. En la negrura de la noche, el hipnótico y tenebroso ulular sonaba como la trompeta del infierno llamando a la muerte.

De pronto, Miguel se dio cuenta que se había quedado solo, en la noche, en completo silencio y sintió ese miedo irracional que te viene cuando lo desconocido está a punto de irrumpir en tu quietud quebrando la realidad en mil pedazos para envolverlo todo con su negra y demoníaca oscuridad.
-¿Ferreiro? ¡FERREIROOOO! ¿Dónde estás amigo?

Silencio absoluto.

No se atrevía ni a moverse. Una gota de sudor cayó por su frente cuando recordó a los lobos. Pero los lobos se habían ido-pensó. Hacía días que no sentía sus esquivas e infernales sombras. Estaba a salvo de ellos-se esforzó en pensar−pero en el fondo de si mismo sabía que no lo estaba. Ni siquiera dio un respingo cuando escuchó un gruñido a apenas unos pasos de él. Estaban allí, habían venido a por él. Lo sabía. Sabía que las bestias no se irían sin su venganza y esa venganza se la tomarían aquella misma noche.
Al sentir como se movían las ramas y a oír el suave movimiento de las hojas, Miguel salió corriendo hacia la carreta. Sacó su escopeta y se llenó los bolsillos del pantalón con los pocos cartuchos que le quedaban.

Se quedó inmóvil delante del fuego para escuchar de dónde venían los sonidos del movimiento de las ramas. Algo se movió a su derecha y el hombre disparó hacia allí girando su cintura y sin apuntar. Otro crujido vino de la izquierda y se giró de nuevo para volver a disparar. Solo le dio tiempo de meter un cartucho en los orificios de su arma porque un nuevo ruido le vino del frente. Cerró el cañón y disparó de nuevo. Cuando volvió a abrir el cañón para intentar recargar resonaron gruñidos roncos desde varios sitios a su alrededor. Ya los tenía encima. El arma se le cayó al suelo y al agacharse a recogerla sintió desde detrás como unas pequeñas patas ya corrían hacia él. El terror más absoluto se apoderó de él y vencido por el pánico soltó el arma y salió corriendo instintivamente hacia la negrura del bosque gritando, implorando y llorando a la vez. Se escucharon las hojas y las ramas romperse y hubo movimientos rápidos y bruscos bajo la luna. Miguel lanzó un alarido espantoso, se escuchó un lamento apagado, un gorgojeo que parecía más de animal que humano y en cuestión de dos segundos, el silencio mas absoluto se volvió a instalar en la negrura del bosque.  

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