CAPITULO XVI (2)




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Francisca estaba sentada en un murete de piedras de una casa justo antes de la salida del pueblo, cerca del camino que daba al bosque. La joven no había ido a ver al cura y Romasanta tampoco había tomado el camino de la casa de La Luisa sino había decidido seguir a la joven muchacha que poblaba sus sueños y le había proporcionado no pocas noches de sudores y delirios pecaminosos.
Al ver a la joven apoyada contra el muro, Romasanta no pudo reprimir un sonoro suspiro. Su corazón pareció hincharse dentro de la caja torácica, como si estuviera a punto de romperle el pecho al muchacho y saltar aun sangrante a caer al polvoriento suelo a los pies de la bella Francisca. Manuel se paró en seco a unos diez pasos de la chica. En unos segundos, su mente se debatió entre dar la vuelta y alejarse de aquel lugar para siempre, avanzar hacia la chica y pasar de largo o avanzar unos pasos hacia ella y decirle lo maravillosa que le parecía su belleza inocente y natural.
Echó a andar.
Al llegar a la altura de la joven, Romasanta se puso a su lado y apoyó su espalda contra el mismo murete a apenas unos centímetros de la muchacha. Se miró las uñas, los zapatos, se alisó el pantalón y todo eso sin mirar a la bella adolescente que estaba a su lado. Manuel escuchó la respiración de la mujer que amaba. Por un momento tuvo el impulso de abrazarla y de pegar su boca contra la de aquella moza para beber y llenarse de su celestial aliento. Sin embargo, algo tan fuerte como un coloso mantuvo inmóvil al muchacho que apenas si podía mover los párpados para pestañear.

Pasaron unos minutos.

-¡Hola!- consiguió por fin decir.
-¡Hola! – respondió ella después de un rato.
Se hizo un largo silencio. Manuel miró el perfil de Francisca un par de veces durante los dos o tres minutos que los jóvenes estuvieron juntos sin hablarse y finalmente dijo:
-Bueno, adiós.
-Adiós.─ contestó la muchacha mientras Manuel se adentraba en el bosque tomando el camino de su aldea.
Durante el trayecto hacia Regueiro, Manuel hizo ademán de volver a Soutelo unas diez o doce veces. Imaginaba a Francisca esperando en el mismo lugar riéndose de aquel torpe, lerdo y aturdido muchacho y se golpeó la cabeza contra los árboles unas cuantas veces antes de llegar a Regueiro.




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