CAPITULO XVII
XVII
20 de septiembre de 1826
SOUTELO
OURENSE.
Romasanta volvía a su aldea
en el carro de Sebastián Zarco, un vecino de Soutelo al que había encontrado en
el camino de vuelta a casa después de pasar una temporada en la siega cerca de
las tierras castellanas.
Francisca había visto llegar
al joven desde lejos. O lo había intuido. Salió corriendo de la casa de su tía,
La Campariña donde su madre se había quedado bordando.
La joven se apresuró por el
camino de arriba mientras el carro de Sebastián recorría la senda de abajo para
dejar a su pasajero cerca de la entrada del bosque.
-¡MANUEL!–gritó la joven desde lo alto hacia
la carreta.
El joven sintió un pinchazo
en el corazón al reconocer la voz inconfundible de su amada. Al avistarla,
Romasanta levantó la mano para hacerse ver, alzó la palma muy abierta, como si
de ello dependiera que Francisca le viera.
Y le vio.
Al llegar a la altura del
carro, Francisca se sentó a su lado en la parte de atrás y le dijo:
-¿Cómo te ha ido?
-¡Bien.... ha ido bien!-contestó el joven sonriendo. En realidad ni
le había ido bien ni nada, pero en aquel momento tenía una sonrisa tan
pronunciada y tan estúpida que hubiera sido una tontería contarle la parte del
viaje que había hecho junto a Manuel Ferreiro evitando noche si, noche también
que el buhonero abusara de su afeminado cuerpo, las largas jornadas de trabajo
de sol a sol en la siega y la vuelta a casa por los caminos húmedos ya por las
primeras lluvias de otoño.
-¡Si, ha ido muy bien!
-Me alegra de que estés de vuelta Manuel.
-A mi también me alegra. ¿Nos veremos este
invierno?
El joven no podía creer lo
que estaba diciendo. De no ser por la osadía de la muchacha Manuel jamás
hubiera hablado con Francisca, y menos marcar próximas citas.
-¡Claro que nos veremos! Ven mañana al arroyo
a media mañana. Te estaré esperando allí.
-Bien, allí estaré.
-Adiós- dijo la joven mientras besaba a Manuel
en la mejilla.
-Adiós-contestó el muchacho
mientras le sujetaba la mano como si quisiera que nunca se bajase de la
carreta.
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