CAPITULO XVIII





XVIII
6 de abril de 1827
ROMASANTA TIENE 17 AÑOS
ENTRE REGUEIRO Y SOUTELO
OURENSE.



-Me tendré que marchar de nuevo en cuanto acaben las lluvias este año.
Manuel y Francisca tenían una especie de cabaña escondida en el bosque justo antes de llegar a Soutelo. Manuel se la había enseñado a Francisca antes de que llegara el invierno y los jóvenes se tuvieran que separar de nuevo, esta vez por culpa de las lluvias, la nieve y, claro está, el frío intenso.
La cabaña estaba hecha con unos ramajes que tapaban una pequeña cueva. Por encima de las ramas perfectamente talladas a modo de techo que recubría la casi totalidad del hueco natural, Romasanta había colocado otras mas frondosas para taparlo todo y tenía cuidado de añadir más cada vez que algunas hojas dejaban entrever la pequeña construcción.

-¿Y no puedes quedarte este verano? Puedes trabajar en nuestros campos, siempre te sale alguna prenda para remendar, una carta para escribir, siempre te dan algo cuando escribes una carta.
La joven estaba sentada al lado de su amado amarrándole el brazo y posando su mejilla sobre su hombro. La cabaña era el hogar imaginario de los jóvenes enamorados. Tenía como unos dos metros de largo y ancho por un metro sesenta de alto y era tan acogedora como una celda de castigo. Pero era el lugar dónde se podían ver y eso era mas que suficiente. Podían justo ponerse de pie aunque Manuel había construido un banco hecho con maderas del bosque. No era el asiento el único adorno del escondrijo sino que había acumulado allí todas las figuras que había fabricado en madera durante su vida. Tenía animales de toda clase, objetos, iglesias, muchos crucifijos y otros más raros que no gustaban demasiado a Francisca como las fauces perfectas y un par de garras de lobo, un lobisome en miniatura, o nueve figuras encapuchadas en fila a modo de Santa Compañía.
 Se veían una vez a la semana y pasaban muy poquito tiempo  juntos. Genara Vázquez la madre de Francisca mataría a su hija y luego al pretendiente si supiera los tiempos que pasaban juntos.
Ricardo, el padre conocía el escondrijo de los jóvenes pero no decía nada. En cierto modo, asumía que su hija algún día dejaría el hogar. En cualquier caso, lo terminó de asumir el día en que siguió a su niña por el bosque y la vio desaparecer por completo detrás de unas ramas. Pocos instantes después, el vecino de Regueiro que leía cartas desapareció en el mismo lugar. Solo se ocultaron durante media hora y Ricardo Gómez dio gracias a Dios cuando salieron del escondrijo. Durante muchos días estuvo a punto de decirle algo a su mujer pero se mordió la lengua y no comentó nada. Otro día pensó en hablar con su hija pero, para ser sinceros, aunque Ricardo quería a su pequeña tanto como cualquier padre, jamás hablaba nada con ella.

Francisca admiraba a su padre y en cierto modo deseaba que Manuel se convirtiera en una persona buena y trabajadora como él.
-Haz por quedarte Manuel,-le dijo mientras le besaba en la mejilla- hazlo por mi.
-Sabes que no podré. Tendré que partir, pero este año quizá parta con Manuel Ferreiro a aprender el oficio de buhonero. Mi madre dice que lo haga, que mientras que traiga dinero a casa...
-Manuel...-la joven hizo una pausa. Se miraron a los ojos, se hablaron con la mirada y se besaron apasionadamente. Sus labios se unieron como nunca lo habían hecho. La joven suspiró y finalmente completó- este año no te marcharás.
Miró de nuevo al joven suplicándole que la amara. Le abrazó con fuerza, le volvió a besar con pasión y presionó su pecho con el de Manuel como si quisiera que sus cuerpos fueran solo uno. De pronto, les sobró la ropa y comenzaron a despojarse de ella, se fundieron de nuevo haciendo que sus temperaturas corporales subieran unos grados.


Aquella tarde Manuel Blanco y Francisca Gómez sellaron el pacto de amor que les unió para siempre y que solo se rompería con la muerte de uno de los dos.  

Comentarios

Entradas populares