CAPITULO XXIX
XXIX
6 de febrero de 1834
REGUEIRO
OURENSE
Finalmente, Ricardo mejoró
hasta recuperarse por completo del mal que había empezado a padecer la noche de
Año Nuevo. Pero no había resultado fácil.
El medico no supo bien de
que enfermedad se trataba y lo único que hacían era intentar bajar las fiebres
tan intensas que sufría el desdichado.
Francisca se mantuvo al lado
de su padre todo el tiempo, aplicándole paños húmedos en la frente dando
consuelo a Sofía y ayudando en las tareas de la casa que no eran pocas.
Aquella mañana salió de la
casa de su padre después de comprobar que ya se encontraba en perfecta salud, que
Sofía volvía a lucir su hermosa sonrisa y que los dos volvían a la tranquilidad
y a la felicidad que la vida les había otorgado a estas alturas de sus
existencias.
Manuel se había marchado
temprano aquella mañana a vender quincalla por los pueblos de los alrededores.
Esa era su principal fuente de ingresos aunque no la única. Los lugareños
también conocían su habilidad como sastre y le encargaban muchos trabajos para
coser, remendar, bordar o incluso labores de confección.
Los tiempos parecían sonreír
a la joven pareja. Francisca decidió dar un paseo antes de volver a casa a
pesar del frío. Se encontró mirando al valle verde con diferentes tonalidades.
Al fondo se veía la montaña oscura e imponente y a sus pies se adivinaban
algunas casas de la vecina Castro.
Francisca respiró hondo para
llenarse los pulmones del aire fresco de la mañana.
Tosió.
Primero fue una tos seca
pero casi al instante le subió de la garganta una tos más fuerte,
repetitiva, con unas finas hebras de
sangre.
Tan pronto como había brotado,
la tos desapareció. Francisca se limpió las finas gotas de sangre que se le
habían quedado en los labios y tomó el camino de vuelta a casa.
La sonrisa había
desaparecido dejando paso una extraña y repentina preocupación.
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