CAPITULO XXVI
XXVI
28 de abril de 1830
CABAÑA DE MANUEL Y FRANCISCA
Manuel había acudido a la cabaña a esperar a
su amada pero ella no volvió después del entierro de su madre. Tuvieron que
pasar veinte días después de la muerte de la soutelana para que Francisca volviera al escondrijo de
los enamorados.
Entró en silencio. No dijo nada. Manuel
tampoco podía articular palabra. Se levantó y se quedó de frente a la mujer que
amaba más que a cualquier cosa en el mundo.
Se miraron durante unos segundos. Se besaron
en los labios y volvieron a mirarse. Después de unos segundos volvieron a
besarse con mas pasión y tras despojarse de la ropa, hicieron el amor.
Quedaron tumbados exhaustos mirando al techo
de la cueva. Francisca se quedó observando las figuras talladas en madera que
había por todas partes, maravillándose por el don del joven que yacía a su lado
como si las descubriera por primera vez.
Pasada casi una hora después de que Francisca
apareciera en la cueva, la joven se vistió, y sin esperar a que Manuel se
levantara se dirigió hacia la salida. Antes de partir, se giró, miró a su amado
y le despidió con una sonrisa bella y sincera. Pasados unos segundos, salió de
la cueva y se fue caminando al pueblo bailoteando y saltando como si no tuviera
la necesidad de tocar el suelo para desplazarse. De repente, la joven cayó en
la cuenta de un detalle curioso. Habían pasado todo este tiempo en el silencio
más absoluto.
Nada había cambiado, seguían amándose,
seguían teniendo su lugar secreto en el que poder verse cada vez que quisieran.
La cueva que les había iniciado en el amor, donde se habían besado por primera
vez, donde sus cuerpos se habían encontrado seguía allí exactamente igual para
ellos. Bueno, a decir verdad no estaba exactamente igual. De las figuras
talladas en madera que acompañaban a los jóvenes, faltaban tres: la cabeza de
lobo articulada y las dos garras de madera.
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