CAPITULO XXXI



XXXI
25 de marzo de 1834
REGUEIRO
ORENSE




Francisca murió el 23 de marzo de madrugada. La pobre mujer sufrió unas fiebres altísimas y no hubo remedio lo suficientemente eficaz para bajarle la temperatura. El médico no sabía siquiera qué enfermedad se había cebado con la desdichada y se limito a visitarla periódicamente para comprobar que los paños fríos y las cataplasmas carecían de eficacia ante una destemplanza tan importante.
El 22 por la noche, la joven pareció experimentar una leve mejoría después de pasar muchas noches delirando y sin poder dormir (ni dejar dormir a Manuel) con una temperatura altísima y sufriendo unas convulsiones que hacían que pareciera endemoniada.
Aquella noche, dejó de tiritar y finalmente se durmió. Manuel rezó de rodillas ante la cama de su amada y finalmente, vencido por el cansancio, también se adormeció.
Se despertó de madrugada. Quedó quieto un momento hasta despejarse en el silencio de la noche. Un terror infernal se apoderó de él cuando comprobó que el silencio era total. No se escuchaba nada. Ni siquiera la respiración de su mujer.

Se incorporó de un salto.
-¡Francisca! ¡Francisca! ¡Despierta mi amor! ¡Despierta te lo ruego!
Pero Francisca no despertó. Estaba tumbada boca arriba, con sus mejillas aun sonrosadas y con una expresión en su cara de calma, de paz. Había muerto sin sufrir, mientras dormía. Las fiebres, los delirios, la enfermedad por fin desaparecieron para dejarle descansar.

Para siempre.

Por un momento se preguntó si no estaba soñando aún y su mujer dormía plácidamente a su lado. Miró a un lado y a otro. El silencio era aterrador, profundo, inquietante. Alzó la mirada al techo tratando de escuchar algo. Llegó incluso a preguntarse si no se había vuelto sordo de repente. “¡Que idea tan estúpida!”-pensó-”Mi mujer acaba de morir y yo aquí preguntándome si me he quedado sordo.” Y la realidad volvió golpeando violentamente al joven arrodillado sobre el lecho mortuorio de su esposa. Francisca había muerto. Estaba allí tan inmóvil y tan bella como ella era. Los recuerdos de los años felices se agolparon en la mente del viudo. Su voz suave y aterciopelada cantando mientras tendía la ropa recién lavada resonó como la llamada de un fantasma en la noche. Y después de su voz apareció su sonrisa, tan alegre y tan sincera a la vez que elegante, siempre generosa. Todos los recuerdos aparecieron, todos, hasta los que estaban ya olvidados en el último rincón de la memoria. Los recuerdos de la vida de Francisca Gómez se desvanecieron y solo quedó la visión de la mujer muerta, rígida e inmóvil, tumbada en la cama y por fin brotaron las lágrimas.
Manuel lloró tumbado al lado de su mujer hasta el amanecer. Luego fue a casa de Ricardo y Sofía y los tres lloraron juntos abrazados delante del cuerpo de la joven que habían querido, cada uno a su manera.

Al entierro fue todo Sotuelo y gentes de las aldeas vecinas. Manuel y Francisca eran personas muy queridas, iban a misa cada domingo y fiestas de guardar y tenían muchos amigos en los pueblos de los alrededores. Pero, a pesar de todas las personas que habían acudido al entierro y a acompañar a la familia en aquellos momentos tan difíciles, lo que quedó al joven Romasanta después de aquel día fue la soledad. Esa soledad que se aferra a ti y te hace sentir a miles de kilómetros de las demás personas a pesar de estar compartiendo el espacio con ellas, de convivir, de hablar, rezar, comer, beber... Esa soledad  que se instala en todo tu ser y que no te abandona hasta el fin de tus días.


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