CAPITULO XXXII
XXXII
28 de marzo de 1834
REGUEIRO
OURENSE
La tarde anterior, Manuel se había ido a la
cueva donde él y Francisca habían sido felices y prendió fuego a todo lo que
había en ella: las estatuas, los cruceiros, los reclamos, el banco donde se
sentaban, todo.
Esparció las ramas para dejar el escondrijo
abierto y así hacer desaparecer cualquier rastro del lugar donde los dos
jóvenes habían conocido el amor por primera vez.
De regreso a la casa, pasó la noche
balanceándose en la silla donde Francisca se sentaba a bordar junto a la
ventana. Estuvo la noche entera mirando las estrellas, llorando y odiando la
casa por lo vacía que había quedado. No soportaba el silencio, ese silencio que
había quedado cuando su mujer murió.
No había amanecido cuando se sentó en el
quicio de la puerta. Hacía frío y se abrigó con una chaqueta gruesa y con un
pañuelo de cuadros que había sido de su esposa.
Se escucho una carreta de caballos a lo
lejos, el tintineo de las cadenas y el sonido hueco de los cascos se iba
acercando cuando Manuel se puso en pie para ver quién había madrugado tanto
aquella mañana.
Era Manuel Ferreiro. Con el rostro todavía
pasmado por el sueño, había dirigido su caballo hacia la casa de Manuel Blanco
Romasanta. Paró el carro delante del joven. No dijo nada, simplemente se quedó
allí mirando al desolado viudo hundiéndose en la tristeza.
-Vamos, coge lo que puedas y
échalo atrás. Nos marchamos ahora mismo.
Manuel entró en la casa y salió pocos minutos
después con un fardo hecho con una sabana atada. Se fue a la parte trasera del
carro y lanzó el saco dentro. Después, y
sin siquiera echar la llave a la puerta de su casa, se sentó al lado de
Ferreiro a las riendas del carromato.
-Si...marchémonos antes de
que sea demasiado tarde...
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