CAPITULO XXXIII
XXXIII
7 de junio de 1834
LEÓN
El comercio rezaba “Alonso y Sardo” con unas
letras rotuladas en un cristal negro encima de la gran doble puerta
acristalada. Todo era lujo en aquel lugar. La tienda era la más grande de León.
Era tan grande que daba a tres calles distintas. En ella se vendía de todo:
telas provenientes de todo el continente y de allende los mares, productos de
belleza de todo tipo, artículos de papelería, libros, bisutería, juguetes.
Decían por aquel entonces que cualquier cosa se podía comprar donde Alonso y
Sardo.
Miguel Sardo era un hombre bajito, con una
barriga imponente, muy elegante y que tenía todo el comercio apestado del humo
de la pipa que prendía una y otra vez con su mechero de cuerda. Tenía a muchos
dependientes trabajando para él a los que gritaba sin parar para que atendieran
con prontitud a todos los señoritos y las damas nobles que frecuentaban su
negocio. Sin embargo, el oriundo propietario dejaba cualquier cosa que estuviera
haciendo para atender personalmente a Manuel Ferreiro.
-¿Otra vez estás aquí ladrón?-gritó Sardo desde un estante lleno de telas
de todos los colores-¿Qué piensas robarme esta
vez?
-¿Me hablas a mi de robar?
Deberían encerrarte en la mazmorra mas profunda por la mercancía que me
vendiste al año pasado.
-Si al menos me la hubieras
pagado...Quien es el joven que te acompaña.
-Se llama Manuel Blanco, es
hijo de mi difunto amigo Miguel Blanco y hermano de Antonio Blanco que ya vino
conmigo el año pasado ¿recuerdas?
-Si que lo recuerdo. Sin
embargo este es mucho mas pequeño que su hermano. ¿Seguro que son hermanos?
-No debería usted reprochar
mi altura señor-cortó Manuel-al fin y al cabo, la suya no dista mucho de
la mía. Diría incluso que de no ser por los tacones de seis dedos que lleva,
usted podría ser incluso mas bajo que yo. Aunque no se moleste usted por lo que
acabo de decirle, lo que le falta de alto lo tiene usted sobradamente de ancho.
Ferreiro se quedó mudo de ira ante lo que
acababa de decir su joven aprendiz. El vendedor ambulante mantenía una relación
comercial con Sardo desde hacía muchos años y las bromas que se hacían el uno
al otro nunca eran ofensivas sino más bien jocosas. La osadía de Romasanta sobrepasaba ampliamente los comentarios que
se hacían entre ellos.
Miguel Sardo se tomó la barbilla con el
pulgar y el índice mirando al techo asimilando lo que el joven pipiolo le
acababa de decir y cuando lo hizo, primero mostró algo parecido al enfado para
luego echarse a reír a mandíbula batiente.
-¡Este chico es una perla! Si
usa esa misma lengua para vender, déjame que lo contrate para enseñarles a
estos gandules cómo hay que hablar a las gentes nobles.
-¡Este chico va conmigo y
vive Dos que no trabajará para ti!
-Tampoco creo que lo haga
para ti, amigo mío.-respondió el adinerado
propietario.
-En efecto, no lo hace. Me
acompaña pero el chico va por su cuenta así que véndenos mercancía para que nos
podamos ganar la vida honradamente.
De nuevo, el dueño de los almacenes estalló
en una risa sonora que hizo que todos en el negocio se giraran para ver la
escena.
-¡Tú no has sido honrado
jamás en tu vida! Lo primero que tenemos que ver es si me vas a pagar lo que te
fié hace unos meses. ¡Julián!-gritó a uno de sus
empleados- ¡Tráeme el cuaderno rojo de los deudores!
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