CAPITULO XXXIV (1)
XXXIV
8 de junio de 1834
LEÓN
1
La Plaza del Pan estaba ya casi llena cuando
aún llegaban auténticos ríos de gentes venidos desde todas las partes de la
ciudad. Las mujeres se habían puesto sus estrechos jubones y las faldas o los
guardapiés lucían limpios y de una gran variedad de colores. Los delantales
eran blancos impolutos así como los pañuelos de las mujeres que no habían tenido
el gusto de coronarse con una fina cofia. Los hombres se habían puesto sus
jaquetas por encima de las camisas recién planchadas y de los chalecos
ajustados y repletos de abalorios, cárieles y cordones. Los calzones se
apreciaban limpios sujetados por coloridos fajines de los cuales colgaban todo
tipo de artículos de pasamanería.
Aquella mañana iba a tener lugar una
ejecución a garrote vil y nadie, ni siquiera los de los pueblos y ciudades
colindantes quería perderse el evento. Aquella ejecución además de dar la
oportunidad de ver de primera mano la nueva y moderna manera de aplicar la pena
capital, tenía algo de particular, diferente y morboso: aquella mañana se iba a
ajusticiar a una mujer. Una mujer muy bella según contaban algunos.
Los vendedores ambulantes estaban apostados
en los sitios mas estratégicos de la plaza. Ferreiro, que era perro viejo en
esto de aprovechar el mejor sitio se había colocado al fondo de la plaza justo
en frente de la Casa Consistorial desde dónde podría vender mucho mas que
cualquier otro tendero y desde dónde podría ver el espectáculo sin
interrupciones de ningún tipo. Romasanta no iba a tener tanta suerte, si es que
se le puede llamar suerte a ver como le tronchan el cuello a una persona hasta
causarle la muerte. Manuel Ferreiro le había colocado justo a la entrada de la
plaza, la que daba a la calle Santa Cruz, el lugar mas alejado del escenario
improvisado sobre el cual, unos trabajadores clavaban aún una silla negra de
madera a la cual se le había añadido el oscuro y temible aparato asesino. A
pesar de ello, Romasanta había tenido muy buenas ventas y animado por la gran
cantidad de monedas que ya le pesaban en el bolsillo, el joven aprendiz seguía
pregonando las maravillas de su mercancía:
-¡Estampas bendecidas con la
bella esfinge de Santa Eugenia, Abogada contra el Maligno! Cintas de color
traídas de la corte! ¡Escapularios con
reliquias y conchas del señor Santiago!
De pronto la muchedumbre que entraba por la
calle Santa Cruz comenzó a apartarse y el murmullo que venía haciéndose más
ruidoso a medida que la plaza se iba llenando el lugar, empezó a aminorar. Una
nube de polvo se levantó por encima de las cabezas a medida que el pueblo se
movía. Unos lanceros en perfecta formación con los correajes y los botones relucientes
al sol irrumpieron en la plaza y enfilaron el camino hacia el estrado colocado
al fondo de la plaza a escasos metros de los arcos. El camino emprendido por
los uniformados había servido para hacer el pasillo por dónde debían entrar las
autoridades, la condenada y finalmente el verdugo.
Los primeros en aprovechar el improvisado
pasillo fueron unos señores muy trajeados con elegantes casacas recubriendo
unas decoradas chupas con sus mujeres que lucían sus mejores vestidos de
muselina cubiertos con mantillas bordadas de estilo goyesco y tocadas con unos
sombreros traídos directamente de Madrid de las casas de los mejores modistos
de Europa. Al llegar al pie del escenario levantado a un par de metros del
suelo y dónde unos operarios aún martilleaban, este vez a mayor velocidad, la
comitiva se separó y fue a sentarse a unas pequeñas gradas colocadas a amos
lados de la improvisada tarima.
Se hizo un murmullo en la plaza mientras las
autoridades tomaban sus estratégicos y acomodados asientos. Todos querían
admirar las prendas estrenadas para la ocasión de las mujeres de los
gobernantes, los sombreros emplumados y los pañuelos y guantes blancos bordados
en la seda más fina.
De repente, todo el mundo volvió la mirada
hacia la calle Santa Cruz. El murmullo fue creciendo en intensidad hasta
convertirse en una sonora algarabía. A la plaza entraban primero el alguacil
con miembros de la guardia municipal y poco después, flanqueada a los lados por
un pelotón de lanceros, la rea subida en un carro tirado por un burro.
La plaza comenzó a proferir insultos hacia la
condenada con una inusitada vehemencia. Romasanta se extrañó de la violencia de
los gritos y de cómo venía de personas que a buen seguro eran de lo más
pacificas en sus trajines del día a día. El joven buhonero se preguntó si esa
ira que el populacho descargaba aquella mañana no era mas por deshacerse de las
tensiones y frustraciones de sus propias y desgraciadas vidas que el odio que
podían sentir contra una mujer, muy bella por cierto, y por el crimen que
hubiera cometido. El joven cayó entonces en la cuenta que no sabía lo que había
hecho aquella mujer para merecer semejante castigo. Unos niños que coreaban
divertidos a la muchedumbre saltaban alrededor de Romasanta ignorándole a él
como al resto de los curiosos. Manuel agarró a uno de ellos por el cuello de la
camisa y tirando del muchacho hacia él preguntó:
-¡Eh tu! ¿Que es lo que ha
hecho esta mujer para ser condenada?
-¿Es que no lo sabe, buen
señor?-se extrañó el chiquillo
mostrando unos ojos redondos y blancos como huevos de perdiz.
-No, no lo sé-contestó Romasanta con impaciencia- Dime, ¿qué ha hecho esta desgraciada?
-¡Pues matar a su marido
envenenándolo por la noche!-contestó el niño.
-Y también mató a sus cuatro
hijos-cortó el otro.- ¡Los mató a todos y luego
se entregó.
El pasillo no se había terminado de cerrar
detrás de la comitiva que llevaba a la condenada al ingenio que le provocaría
la muerte cuando entraron a la plaza tres guardias con un hombre bajito,
harapiento que al pasar delante de Manuel dejó un hedor a vino fermentado que
le recordó al olor que traía su padre las noches en que acababa pegando a su
madre o a sus hermanos. El hombre se tambaleaba dando traspiés y no caía al
suelo porque los guardias lo sujetaban constantemente. Además de su pinta de
vagabundo y de borracho, el hombre lloraba a moco tendido con una pena y un
desasosiego como si hubiera perdido a su ser más querido.
-¿Y a este que le pasa?-preguntó Romasanta a uno de los chiquillos.
-Este es el verdugo.-contestó el mas cercano visiblemente
divertido- Dice que no puede
ajusticiar a una mujer, que duele mas dar garrote vil a una dama que a ochenta
hombres. Mi padre dice que le han estado emborrachando toda la noche para que
no sintiera nada.
Por lo visto, la borrachera no había surtido
el efecto deseado y el pequeño y delgado ejecutor se dirigía inexorablemente
hacia el peor trago de la jornada dando ridículos traspiés y llorando como un
condenado.
Llegados todos los implicados al centro de la
plaza, un hombre gordo y barbudo con un traje negro y sombrero alto subió al
estrado y tras desplegar un rollo de papel, pronunció unas palabras que solo
pudieron escuchar los que estaban al pie del estrado. Seguramente se trataba de
la enumeración de los crímenes cometidos por la desgraciada y la lectura de la
sentencia condenatoria. Al terminar con su exposición, el hombre gordo enrolló
de nuevo su papel y bajó del escenario para dirigirse a su asiento en una de
las gradas reservadas para las autoridades. Poco después dos guardias
flanquearon a la condenada mientras subía las escaleras hacia la silla mortal.
La muchedumbre comenzó de nuevo a gritar e insultar con los puños alzados.
Romasanta comenzó a perder la visión del centro de la plaza. Debido a su corta
estatura, lo único que podía ver eran las personas que tenía delante con los
brazos levantados y el un cielo bello y azul impropio para un día que iba a
recibir la visita de la muerte triunfante. Los niños que habían estado
correteando a su lado se habían subido al pie de una de las columnas de la
plaza. Los niños alzaban el cuello para ver un poco el escenario por encima de
los brazos de la muchedumbre. Romasanta embaló en una sabana la mercancía que
había estado vendiendo y con un certero nudo se la ató a la espalda. Después,
se abrió paso a empujones entre la gente para llegar a la siguiente columna.
Una vez allí y gracias al fardo que llevaba a la espalda, consiguió apartar a
las personas que había alrededor de la columna y se subió el mismo a la piedra
saliente. La visión no era muy buena pero si lo suficiente como para ver el
torso de la mujer que ya estaba sentada en la silla con una capucha
recubriéndole el rostro. A su lado, dos guardias bien uniformado y armados
miraban hacia el público impasibles ante el horror que se iba a producir en
unos instantes. Detrás de la desgraciada
se encontraban dos guardias más, dos hombres con trajes negros y largos y un
clérigo vestido con una elegante alba sobre la cual colgaba una elegante casulla
y una muy decorada estola, haciendo la
señal de la cruz a los asistentes. El pequeño verdugo estaba justo detrás de la
silla. Le costaba mantenerse erguido pero estaba en silencio aunque con el
rostro desencajado.
Uno de los hombres trajeados lanzó una orden
en voz alta y la plaza quedó en silencio. Los brazos bajaron de golpe. La
ejecución estaba a punto de comenzar.
La mujer sentada en la silla tenía la cabeza
alta debido al collar que le iba a causar la muerte. Parecía como si fuera ella
la única que tuviera verdadera dignidad en aquel lugar. Los que acompañaban a
la mujer en el escenario bajaron la cabeza y cruzaron sus manos a la altura de
la cintura.
El verdugo empezó a llorar. Los que
acompañaban a la condenada miraron al hombrecillo con claras muestras de
desprecio. Uno de los guardias agarró la lanza con las dos manos preparándose
para obligar al hombrecillo a hacer su trabajo por las buenas o por las malas.
El otro guardia le sujetó el brazo con la mano esperando no tener que cumplir
él mismo con el cometido del ajusticiador.
Después de llorar con desesperación durante
un par de minutos, el verdugo tomo aire y secándose las lagrimas, alisándose
las ropas y poniéndose en delante de la parte trasera de la silla, por fin se
dispuso a agarrar la fatídica manivela. Con absurda solemnidad, después del
espectáculo que acababa de dar, el hombrecillo agarró el torno firmemente con
las dos manos y respiró hondo. La plaza hizo lo mismo porque el silencio se
hizo absoluto por unos segundos.
El verdugo dio la primera vuelta al ingenio
con rapidez y decisión. La muchedumbre lanzó un sonoro suspiro y de nuevo el
silencio. Con la misma firmeza, el ejecutor dio una segunda vuelta al aparato y
luego una tercera. Después de eso, soltó el invento mortal y cayó al suelo con
los brazos implorando al cielo y sumido de nuevo en la mas profunda de las
desesperaciones. El publico, enloquecido comenzó a insultar al pobre
desgraciado lanzando insultos para obligarle a terminar el macabro encargo. La
condenada no estaba muerta. Su cuello había perdido la rigidez que había tenido
hacía unos momentos y su cabeza balanceaba de un lado a otro. Los que estaban
en el estrado comenzaron a gritar y a insultar al verdugo mientras uno de los
guardias se afanaba en ponerle en pié con evidentes dificultades para conseguirlo.
El cura se sumió a los insultos y comenzó a golpear la cabeza del hombrecillo
con la palma de su mano. La plaza se convirtió en un grito de rabia, ira y
decepción ante el desastroso espectáculo que se estaba produciendo. Incluso los
que estaban en las gradas de las autoridades se levantaron de sus asientos para
regañar y gritar su malestar.
El verdugo se repuso de nuevo parando el
llanto en seco. Se puso en pié e intentó mantenerse firme aunque no pudo
hacerlo debido a la tremenda borrachera que llevaba encima. Se tambaleó hacia
un lado y hacia otro. El público dejó escapar un grito de expectación cuando el
ajusticiador estuvo a punto de caer al suelo redondo. Finalmente, el hombre no
cayó y en unos movimientos que no duraron mas de veinte segundos dio por
finalizada la función. Agarró con fuerza la manivela del aparato ejecutor, dio
unos giros rápidos y violentos, el cuello de la condenada cedió y la cabeza
cayó hacia un lado inmóvil. De repente todos en el escenario y en la plaza se
quedaron paralizados ante lo que acababa de ocurrir. Tardó aún unos segundos el
que parecía ser el médico en agarrar la muñeca de la condenada y después de una
decena de segundos más dijo algo que parecía ser la confirmación de la
defunción de la mujer en la silla. El verdugo, que se aún tenía agarrado con
fuerza el torno del garrote vil, abrió suavemente las manos y soltando el
torno, cayó al suelo perdiendo el conocimiento por completo.
Los asistentes comenzaron a gritar unos, a
murmurar otros. Algunas mujeres se sujetaban la boca con la mano mientras se
hacían la señal de la cruz y muchas personas empezaban a encaminarse a las
calles que daban salida a la plaza.
En cuestión de no mas de media hora, la plaza
estaba ya casi vacía. Muchas personas se encaminaron a la catedral para asistir
a la misa mientras algunos trabajadores intentaban dejar el lugar como había
estado aquella mañana.
La pobre mujer seguía sentada en la silla con
la cabeza hacia un lado como contemplando impasible el escenario donde un
denigrante espectáculo acababa de tener lugar.
Un carro la esperaba al pie de la plataforma.
Comentarios
Publicar un comentario