CAPITULO XXXIV (2)



2

La plaza estaba ya completamente vacía. La ajusticiada yacía en un simple carro tapada tan solo por una sabana que hacía mucho tiempo que había perdido su blancura original. Dos hombres terminaban de desmontar la silla asesina del escenario con una evidente parsimonia. El sol que había estado presente durante toda la mañana finalmente se escondió detrás de unas nubes que se hacían mas grises y espesas a medida que avanzaba el día.
Manuel empezaba a sentir un hueco pronunciado en el estomago y sus tripas rugían ya reclamando un mendrugo de pan y un trozo del queso que Ferreiro y él habían comprado en el comercio de Doña Samanta la tarde anterior. El joven comenzaba a impacientarse mientras esperaba a su compañero de viaje que recogía sus abalorios en la otra punta de la plaza. Romasanta ya estaba preparado para partir pero unos instantes antes, cuando había encaminado sus pasos hacia el lado extremo de la explanada dónde se encontraba el viejo buhonero, Ferreiro le hizo señas de que se volviera a su sitio y que esperase allí. Manuel no conseguía entender la razón de aquello puesto que ya no quedaba apenas nadie a quien vender nada y lo que quedaba por ver era como desmontaban el escenario de la ejecución. Sacó una navaja de un bolsillo y un trozo de palo del saco dónde tenía la mercancía y se puso a tallar en un principio sin saber exactamente que objeto acabaría esculpiendo.
Al otro lado de la plaza, un burro comenzó a tirar del carro donde reposaba el cuerpo inerte de la ajusticiada y tomó la dirección hacia la salida que daba a la calle Santa Cruz dónde Romasanta esperaba impaciente a Manuel Ferreiro. Al pasar delante de Manuel, el carro paró en seco. Uno de los operarios volvió corriendo hacia el escenario. Era evidente que algo se le había olvidado. Manuel miró al carro. El traqueteo de la carreta había desplazado la sábana que recubría el cuerpo de la desgraciada dejando su rostro visible para el joven gallego. La cabeza estaba depositada sobre la tabla del carro sin laterales como si estuviera separada del cuerpo. El rostro de la mujer era bello. Aun conservaba las mejillas un poco sonrosadas y tenía los ojos abiertos, una nariz fina y afilada y unos labios carnosos ligeramente separados como si estuvieran a punto de decir algo. No había rastro alguno de sufrimiento en aquella cara. La mujer estaba simple y llanamente muerta, ajena ya a todos los males de este mundo, a las guerras, al hambre, al precio de los cereales. Solo muerta.
Como Francisca.
El recuerdo de su difunta esposa llenó al buhonero de una profunda melancolía. El viaje y los días pasados por los caminos con Ferreiro habían disipado por momentos la tristeza tan profunda que acompañaba al joven viudo desde aquel fatídico día de marzo. Sin embargo, el recuerdo de la bella Francisca volvía y volvía con obstinación, como si quisiera recordarle algún pecado inconfesado, como si quisiera incrustar la culpa, el rencor, la ira y la desesperación en lo más profundo de su ser impregnando los huesos hasta el tuétano.
-Era bella ¿verdad?
Romasanta dio un respingo saliendo con vehemencia de sus profundos pensamientos. El que había preguntado era el hombre que sujetaba el burro mientras su compañero volvía del escenario a grandes zancadas. Vestido con una sencilla camisa ancha y un calzón marrón, el hombre de unos treinta y pocos y de aspecto sencillo esperaba la respuesta de Romasanta con una sonrisa sincera desprovista de impaciencia.
-¡Si que lo era!-contestó Manuel con el semblante entristecido- ¡Es una verdadera lástima!
-¡Ya lo creo! ¡Se ha cometido una terrible injusticia con esta mujer!
-¿Injusticia?-se sorprendió Romasanta-¿Acaso no mató esta desgraciada a su marido y a sus hijos?
-Bueno, eso dicen. La verdad es que se han contado muchas cosas estos últimos días sobre el crimen, pero bueno, ya nada se puede hacer.
El compañero del carretero llegaba a la altura del carro metiendo algo en un morral dónde se adivinaban las herramientas con las que habían estado trabajando toda la mañana.
-¡Venga, marchémonos ya que mira qué tarde se ha hecho!
Sin mediar palabra, los dos hombres enfilaron la calle tirando del burro y del carro con evidente prisa. Justo antes de abandonar la plaza el obrero que había esperado a su compañero se dio la vuelta hacia Manuel y le dijo:
-Tenía que haber dicho que estaba poseída como le aconsejaron, así igual hubiera salvado la vida.-concluyó misteriosamente el hombrecillo despidiéndose del buhonero levantando la mano derecha.
Manuel respondió al carretero con un movimiento de cabeza mientras contemplaba el cuerpo de la mujer saltando sobre la carreta como una enorme e inanimada muñeca de trapo.
Después de ver como desaparecía el carro por las sucias y polvorientas calles de Leon, Romasanta volvió la mirada hacia dónde se había quedado Ferreiro. El grueso buhonero estaba hablando con un señor menudo, bien vestido con chupa y casaca adornadas con botones relucientes y que gesticulaba exageradamente con los brazos y con el cuerpo. No parecía estar de acuerdo con lo que Ferreiro, le estaba diciendo porque cada vez que el gallego hablaba extendiendo apenas una mano hacía el hombre, este último se deshacía en una especie de baile arrítmico y ridículo, dando zapatazos en el suelo o lanzando objetos invisibles al cielo. Finalmente, después de unos instantes de negociación, el hombre se giró bruscamente y se fue perdiendo entre los arcos de la plaza.
Ferreiro se echó al hombro el fardo con la quincalla que le había sobrado de aquella mañana, y atravesó la plaza hasta donde Romasanta le esperaba. Parecía disgustado aunque era apenas el reflejo de un sentimiento en la cara del fornido gallego lo que demostraba que la negociación con el hombrecillo no había dado los frutos esperados.
-¿Quién era ese hombre?-preguntó Manuel al llegar su compañero de viaje  a su altura.
-Nadie, olvídate de este babaca, no hay negocios que podamos hacer con él.
Ferreiro agarró el saco de Romasanta que pesaba un poco mas que el suyo y mientras se lo lanzaba al hombro con impaciencia sentenció:
-¡Vamos, apúrate, que  aún tenemos que ver a alguien antes de salir de este hervidero de insectos inmundos.



Comentarios

Entradas populares