CAPITULO XXXIV (3(
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A las afueras de León había una finca enorme
con un caserío colosal delante de unos lujosos jardines. La finca estaba
alejada de las primeras casas de la ciudad como al menos una legua. Era una
propiedad enorme con una casa central casi como un palacete de tres naves bien
diferenciadas con innumerables ventanas y de aspecto moderno presidiendo unas
zonas ajardinadas coloridas que lucían unos lujosos dibujos separados por
caminos de piedras que imitaban las figuras de las mantillas del reino. Detrás
de la mansión se adivinaban varios huertos con unas pequeñas casas de piedra
para los obreros y las herramientas de trabajo. A pocos pasos de una de
esas casetas había una pequeña capilla
que daba a un puente sobre un casi invisible riachuelo donde unos cisnes
nadaban fieros y altivos.
Ferreiro contó a Romasanta que la finca
pertenecía a un adinerado burgués valenciano de nombre Don Genaro que se había
beneficiado de la amortización y de sus hazañas contra los franceses para
hacerse con un abultado capital y varias propiedades en Leon y Ponferrada.
La casa, que no debía de tener más de un
siglo y medio y que anteriormente había pertenecido a la iglesia, tenía sin
embargo un aspecto sombrío, oscuro, maléfico. No era nada que se pudiera ver a
simple vista, no era el cielo gris plomizo, ni algún detalle arquitectónico o
decorativo, era simplemente una sensación en el aire, en el ambiente que hacía
aquella lujosa mansión un lugar que rezumaba dolor y muerte.
Manuel Blanco sintió la presencia de la dama
oscura mucho más en las proximidades de aquella lúgubre mansión que aquella
mañana durante la ejecución de aquella pobre desgraciada en la Plaza Mayor de
León.
Ferreiro, que había estado huraño desde que
habían salido de la ciudad, se paró delante de la entrada principal, desmontó,
se encaminó a la pesada valla de la entrada y la empujó con gran esfuerzo. Se alisó
la casaca y se recolocó el fajín con desgana y volvió a tomar las riendas de su
carro. Miró por un momento a su acompañante con el semblante sombrío y los
dientes enclavijados y con un movimiento brusco y violento de las riendas de
cuero negro, enfiló el largo camino bordeado de setos y plantas coloridas hacia
la entrada al palacete.
-Aquí no digas nada, Manuel,-dijo Ferreiro mirando al frente y a los lados
con desconfianza- que esta gente no es como
el señor Sardo. Don Genaro es un mal bicho, y su vasallo Antonio tiene una
pinta de asesino que da miedo hasta mirarle a la cara.
Llegaron ante el enorme portón de maderas
nobles y pararon el carro. Un jardinero con un mandil blanco que podaba unos
rosales dejó su tarea y entró en la casa. Al poco rato salió Don Genaro un
hombre alto, vestido con un batín de seda, unos pantalones de tela noble y unas
botas de caballero tan relucientes que parecían de azabache. Se paró en la
puerta, miró la carreta con desprecio y, sin decir una palabra, hizo a Ferreiro
señal de que fuera hacia él.
Manuel se quedó sentado en la carreta
mientras los dos hombres hablaban. Estuvieron conversando durante unos quince
minutos y al cabo de ese tiempo Don Genaro hizo una señal a otro de sus
vasallos. Al poco apareció un hombre de
unos dos metros de alto, con unos poderosos hombros portando una caja de madera
con unos frascos de cristal tapados con unos grasientos trapos y unos corchos.
El coloso, que vestía una ancha camisa blanca
y unos calzones marrones atados a los tobillos dejaba adivinar un cuerpo
musculoso debajo de aquellos abultados ropajes. La calva reluciente coronaba
una cara cuadrada, muy angulada con unos ojos
pequeños y desprovistos de sentimiento. Con la mirada férrea y siempre
dirigida al frente, fue andando despacio a la parte trasera de la carreta y
dejó la caja de madera dentro. Luego bordeó el carro, miró con desprecio a
Romasanta y se fue directamente a donde estaban Ferreiro y Don Genaro. Su amo
le dio una orden en silencio y el gigante se retiró detrás de la casa.
Poco después, el buhonero giró sus talones y
se encaminó a la carreta dando grandes zancadas y muestras evidentes de prisa.
Su rostro ya no era el de un hombre irritado sino que mas bien parecía reflejar
el temor, casi el pánico mientras movía las riendas con vehemencia para
alejarse cuanto antes de aquel lugar.
Estaba empezando a anochecer
cuando los dos hombres que ya se encaminaban hacia Ponferrada pararon en una
explanada al lado del camino para descansar de aquel aciago día. Ferreiro
desató el caballo, le dio de beber y lo dejó pastar en el terreno donde aún
quedaban los restos de la siega reciente.
-¿Qué es lo que el hombretón
a echado a la carreta?-preguntó Romasanta por fin.
-Grasa.
-¿Cómo que grasa? ¿Qué tipo
de grasa?
-Pues eso...grasa...de los
animales. Sirve para hacer jabón, como unto para el cuero...
Ferreiro contestaba con desgana, con entonación
cortante, seca.
-¿Y tu estas seguro que esa
grasa es animal?-insistió Manuel- Corren rumores que en estas tierras se
comercia con grasa humana. ¿Tu sabes que esta grasa proviene de los animales?
Menuda pinta de bestia tenía el cabezón ese. Y el tal Don Genaro no me ha dado
muy buena espina.
El Buhonero se giró de golpe y fue dónde se
encontraba Romasanta con ceño fruncido, con el puño cerrado y el índice
señalando el cielo.
-Mira Manuel...yo con esto
hago jabón y lo vendo en Portugal. El resto lo vendo como unto y los
portugueses aprecian mucho sus propiedades. Me gano buenos dineros con ello y
no pido nada más. Créeme Manuel, no necesitamos saber de qué animal sale esta
grasa. Hay preguntas que es mejor no hacerse.
Aquella noche ya no volvieron a hablar del
tema, ni de la ejecución de por la mañana ni de nada en absoluto. Ferreiro no
comió nada, estuvo bebiendo sin parar hasta altas horas de la noche. Romasanta
se echó a dormir debajo de las ruedas de la carreta con un ojo abierto y otro
cerrado. El que había sido amigo de su padre no era una compañía muy
aconsejable de noche y borracho, como ya había podido comprobar por primera vez
aquella noche cerca de Valdepalos y unas cuantas veces después. Sin embargo
aquella noche el buhonero se limitó a emborracharse y a caer vencido por el
alcohol como un saco de trigo hinchado.
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