CAPITULO XXXV (1)



XXXIV
6 de agosto de 1834
CHAVES, PORTUGAL

1

El calor era asfixiante incluso tan temprano. El sol había asomado por los toldos y los tejados de las casas hacía apenas unas tres horas y las estrechas calles de la villa lusitana comenzaban ya a llenarse de gente que deambulaba de aquí para allá. Los tenderos comenzaban a sacar sus mercancías a las puertas de los destartalados comercios y algún adelantado vociferaba ya las maravillas culinarias de sus enormes verduras.
Romasanta sudaba por todos los poros de su piel. Ferreiro andaba delante de él bien erguido y con paso decidido mientras su joven acompañante trataba de alcanzarle dando grandes zancadas y correteando de vez en cuando. Y es que Romasanta portaba la caja de madera con los frascos del unto que Ferreiro había negociado en casa de aquel misterioso hacendado leonés. La caja pesaba como un muerto. A pesar de los coloridos toldos atados de una casa a otra, el sol plomizo pesaba sobre la cabeza de Manuel que no podía secarse los gotarrones de sudor que le caían por la frente debajo de su fieltrado sombrero negro. Para colmo, una espesa nube de polvo se había instalado en las calles animada por el rastreo de las alpargatas de los transeúntes mezclándose con el sudor y produciendo en el rostro de Romasanta unas finas rayas liquidas sobre una capa de polvo fino y anaranjado.
Por fin entraron en una tienda que tenía unas pesadas puertas de madera que destacaban de las demás de la calle por su tamaño y su robustez. En el interior, las mercancías de todo tipo se amontonaban sin orden alrededor de un pequeñísimo mostrador dónde un menudo cincuentón saludaba con la cabeza a los nuevos visitantes. El hombre vestido tan solo con unos pantalones negros y una camiseta sin mangas que alguna vez fue blanca hizo señas a Romasanta para que dejara la pesada caja de madera a un lado del mostrador. Manuel se apresuró en soltar su fardo para secarse la mezcla de sudor, polvo y lágrimas que le producían un picor espantoso.
El tendero portugués saludó a Ferreiro sin mostrar ningún aprecio y luego miró a Manuel que no dejaba de observar maravillado todos los objetos que parecían vender en aquel sombrío negocio. Allí había de todo, desde herramientas para el campo como hoces, rastrillos, horcas, martillos de todos los tamaños, pinzas, tenazas hasta telas y ropas de vestir. A un lado había dos tinajas que bien podían tener un par de metros de alto de las cuales rebosaba un líquido viscoso y oscuro que desprendía un fuerte y nauseabundo olor. Justo al lado de las tinajas, unos jamones resecos colgaban en compañía de una ristra de chorizos que no debía de tener menos de seis metros de largo. Desde luego, aquel lugar no tenía nada que ver con el lujoso y espacioso comercio de Alonso y Sardo donde todo el género estaba tan bien colocado.
El hombre menudo contó los frascos de la caja y abriendo una roñosa cortina invitó a los gallegos a entrar con un escueto:

‒ ¡Tudo bem! Entrar.
‒ Vamos Canicha, apúrate que ya tengo ganas de deshacerme de este fardo‒ordenó Ferreiro con impaciencia.

Al traspasar la roída cortina, entraron a un estrecho pasillo con paredes de barro llenas de hollín que daba a una  escalera empedrada y desigual en sus escalones que bajaba a un oscuro y maloliente sótano.  A medida que iban bajando, el olor se hacía mucho más intenso. Ferreiro se tapó instintivamente la boca. Manuel no pudo hacer lo mismo porque agarraba fuertemente la pesada caja con las dos manos. Al llegar al final de la escalera, encontraron una habitación oscura llena de herramientas y artilugios extraños sucios y grasientos. Había frascos enormes de cristal y tubos colocados sobre atriles de madera aquí y allá. Desde aquella estancia se adivinaban salidas a varios lugares distintos por las diferentes cortinas y por los sonidos de voces humanas, de manejo de herramientas, de líquidos llenando los más extraños recipientes y de susurros y lamentos que parecían de la boca del averno. Manuel, sin embargo no conseguía ver a nadie en aquella estancia. Algún ratón correteaba de un lado a otro sin importarle quién estuviera allí. De cuando en cuando se paraba a olisquear algún líquido en el suelo y volvía a esconderse entre las frascas enormes.
‒ Deja la caja en el suelo‒ordenó Ferrerio en un susurro.
El robusto buhonero escrutó la sala mirando hacia arriba y escuchando atentamente. Se puso erguido como esperando el repentino ataque de una bestia del infierno. Y es que Ferreiro había estado muy tenso desde que habían llegado a Chaves. Estaba claro que aquella parte de su negocio no era lo que más le gustaba hacer. De hecho el buhonero no era el mismo desde que habían salido del palacete de Don Genaro, allí, en tierras leonesas.
Una de las cortinas se descorrió con un suave ruido de tela. Ferreiro giró violentamente sobre sus talones hacia el  sonido apretando los dientes, tensando todos sus músculos y engarrotando los dedos como en posición de ataque.
Un hombre alto y fino apareció de detrás de la cortina. Sucio desde la cabeza a los pies y vestido con una camisa de un color indefinido, un pantalón  marrón oscuro y un delantal de cuero que le cubría desde el pecho hasta las rodillas, el portugués sonreía con unos dientes blancos que destacaban como una cegadora luz sobre su cara ennegrecida. Llevaba unas lentes sujetas con unos finos alambres sobre la nariz en forma de pico de ave. El pelo, negro y grasiento se pegaba a su cabeza y a su frente como una pieza completa montada sobre el cráneo liso y su desigual barba se asemejaba a los postizos de los actores que actuaban los domingos en las plazas públicas de las grandes ciudades.
‒ ¡Querido hermano Ferreiro!‒soltó el hombre abriendo los brazos en cruz y dirigiéndose hacia el buhonero a grandes zancadas.
Ferreiro aceptó el abrazo del portugués sin mucho entusiasmo.
‒ ¿Cómo estás José?‒dijo Ferreiro sin intención de esperar ninguna respuesta.
‒ ¿Quién es el chaval que te acompaña? ¿Es otro sobrino tuyo?
‒ Se llama Manuel. Viaja conmigo.
El tal José miró a Manuel de arriba abajo sin dejar de sonreír y se giró de nuevo a Ferreiro.
‒ ¿Y cómo te van los negocios viejo amigo?
‒ Me van bien‒cortó el obeso gallego con la clara intención de no mantener una amistosa conversación.
‒ ¡Bueno, claro que te va bien!
El hombre se quedó un momento asintiendo con la cabeza sujetándose la barbilla con el pulgar y el índice derecho y repitiendo “¡Bien, bien… Velho vicioso!” mientras observaba por encima de las lentes al joven Romasanta desde la cabeza a los pies.
−¡Bueno, gallego, hagamos negocios!−cortó apartando repentinamente la vista de Manuel Blanco para dirigirla a la caja con el unto−¡A ver que tenemos aquí!
Cogió uno de los frascos y se coloco las lentes para observar, esta vez de cerca, el color del contenido del recipiente. Sopesó el tarro sonriendo visiblemente complacido. Miró a Ferreiro, de nuevo por encima de las lentes riéndose con un sonido seco y apagado y concluyó:
−¡Sempre trazer o melhor mercadoria!−sentenció mientras volvía a dejar el bote en la caja− Ven, gallego, recoge tu dinero.
Los dos hombres desaparecieron detrás de un cortinaje dejando a Manuel solo en la oscura estancia. El joven había hecho ademán de seguirles pero Ferreiro había parado al muchacho mostrándole la palma de la mano. Se escucharon los pasos de los dos hombres durante unos segundos y finalmente desapareciendo paulatinamente a medida que se alejaban. Romasanta se quedó allí, parado cayendo de pronto en la cuenta de que el lugar estaba tan oscuro que no se podía ver ni el techo. Se escuchaban las ratas correr de un lado a otro. De vez en cuando se acercaban al solitario aprendiz de buhonero y este se sobresaltaba con los pelos de punta mientras un escalofrío le recorría el espinazo hasta la nuca.
La espera se hizo interminable. Aquel lugar inspiraba las ideas más negras y lúgubres que se podían tener en aquellos tiempos. Los gritos y lamentos que venían de las salas contiguas llenaban la mente de Romasanta con escenas de sangre, torturas y muerte. De repente se sintió en peligro, una idea le recorrió la cabeza llenándole la mente y produciéndole un insoportable dolor de cabeza.
¿Porqué Ferreiro le había traído a aquel lugar? ¿Qué contenían aquellos frascos para que el de Xinzo da Costa, que acostumbraba a ser siempre alegre, se tornara sombrío, callado y distante? Había escuchado historias sobre los sacamantecas que asesinaban a los niños desprevenidos para sacarles el unto y venderlo a la botica portuguesa. ¿Y si aquellos frascos con los que el buhonero comerciaba contenían grasa humana? ¿Y si Romasanta estaba destinado a ser la próxima víctima de aquellos “hombres del saco” modernos? De pronto sintió la necesidad imperante de salir de aquella cueva. Pero ya no podía ver la escalera que subía al negocio por el cual habían entrado. Podía correr en cualquier dirección y acabar siendo devorado por las ratas que se escuchaban más numerosas y más cercanas a medida que pasaba el tiempo. Estaba paralizado por el terror, su corazón latía como el galopar de un corcel enloquecido. Unos pasos se acercaban desde una de las salas contiguas, se escucharon unas risas que se parecían demoníacas acompañadas de los ecos de golpes sobre las paredes de piedra. Romasanta se puso en guardia, preparado para cualquier ataque, el de las ratas o el de los hombres. Cualquiera de los dos peligros era inminente e inexorablemente insuperable. En cualquiera de los dos casos estaba perdido, acabado, muerto.
Ferreiro irrumpió apartando la cortina con violencia. El hombre lucía una sonrisa que no se podía definir como de alegría o de sadismo. El portugués salió detrás del oriundo gallego con la misma sonrisa. Por un momento Romasanta pensó que los dos hombres se iban a abalanzar sobre él. Pero esto no ocurrió. Ferreiro se giró hacia el comerciante y apretándole el hombro con la mano derecha exclamó:
−José Da Sousa, siempre es un placer hacer negocios contigo. –y estrechándole la mano con fuerza concluyó− volveremos a vernos al final del verano.


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