CAPITULO XXXV (2)
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Chaves ya había quedado lejos y los dos
hombres se apresuraban por llegar a Verin para pasar la noche, y con la
intención de disfrutar del buen vino de Luis Salazar, un buen amigo de
correrías del gordo baratero.
−¿Cuánto te ha pagado este portugués por la
grasa?
Romasanta había soltado la pregunta en uno de
esos momentos de silencio entre charla y charla. Ferreiro cambió de cara
instantáneamente. Había estado de nuevo alegre y dicharachero desde que habían
salido del negocio de José Da Sousa. Habían comprado víveres en los mercados de
la ciudad portuguesa y comido copiosamente carne salada y queso de cabra en
aceite antes de una larga y sudosa siesta. Por la tarde habían emprendido de
nuevo el camino hacia tierras gallegas mientras el viejo buhonero contaba
leyendas, mentiras y fanfarronadas de sus viajes pasados. Era evidente que
había ganado mucho dinero con la venta de los envases de grasa, pero Manuel no
conseguía acertar cuanto. Cuando el sol por fin emprendía su camino hacia el
ocaso y Ferreiro ya había rendido cuenta de unas cuantas botellas de Oporto y
otras pocas de Tierra de Barbanza, Romasanta pensó que era el momento de
sonsacar a su compañero de viaje todo aquello que normalmente ocultaba de sus
innumerables negocios.
−Verás Manoliño…−empezó Ferreiro a hablar sin
saber realmente qué era lo que le iba a contar a su acompañante. Pensó que si
habían de ser compañeros de camino, en algún momento tendría que enseñarle todo
aquello que no contaba a los campesinos en las largas noches de verano al calor
de las hogueras. Se armó del escaso valor que el vino le conservaba y comenzó con
la explicación.
−Veras. Los gallegos somos… ¿como diría
yo?... Tu cuando piensas en un gallego, lo que ves es…−respiró hondo mientras
Romasanta le miraba con impaciencia esperando que no le contara cualquier
mentira de esas que eran diferentes según el lugar o el día en que las contaba.
−Mira Manoliño, los gallegos no solemos ser
gente inteligente. Cuando hablamos del gallego medio, hablamos de hombres que
trabajan como animales de sol a sol sin pensar en otra cosa que no sea tener un
mendrugo de pan que llevarse a la boca al día siguiente.
Romasanta recordó aquella charla con el
párroco de Esgos en la que el prelado hablaba de gallegos pobres, sencillos pero nobles al fin y al cabo. Sin embargo,
sabía que la visión del párroco de Santa Eulalia y de la de un tendero de Xinzo
iba a ser tan distinta como la noche y el día.
−Lo gallegos somos tontos. Bueno, todos no,
pero la gran mayoría de ellos sí. Somos estúpidos por naturaleza. ¡Mira,
Canicha! Por todos los pueblos y aldeas por dónde hemos pasado, hemos visto a
una enorme cantidad de hombres que se pasan el día trabajando para que el dueño
de las tierras les paguen una miseria y se quede con todo el dinero que reporta
el trabajo de esos pobres desgraciados. Por más que trabajen, por más que se
esfuercen, por más horas que pasen deslomados con sus hoces cortando trigo a derechas
y a izquierdas, jamás en la vida tendrán algo más que un mendrugo de pan y
cuatro hortalizas en un huerto en el que nunca cabrían su mujer y sus hijos de
pie.
Ferreiro miró al joven sentado a su lado para
ver si asentía ante su exposición. Sin embargo, Romasanta permanecía impasible
ante la explicación y seguía esperando respuestas.
−Te he preguntado cuanto te han pagado por la
grasa, no cuantas horas trabajan los gallegos.
−¡Agh, voy!−contestó molesto−voy a ello.
Se hizo un silencio. Romasanta seguía mirando
insistentemente al buhonero.
−Mira Canicha, lo que intento decirte es que
si quieres tener algo en esta vida, a veces tienes que hacer cosas que no son
del todo buenas.
−Que cosas?
−Verás, yo le compro el unto a Don Genaro y
luego se lo vendo a De Sousa. Con esto,
me gano dinero y me lo gasto en vino, en mujeres y en comer lo que me dé la
gana. ¿Cuántos gallegos conoces que se pueden permitir hacer lo mismo?
−¿Qué clase de unto es ese?
−¡El que sea, Canicha, el que sea! Ya te lo
he dicho: lo compro, luego lo vendo y me llevo el beneficio.
−Es grasa humana.
−¿Qué?
−Que es grasa humana. ¿Verdad?
−¿Y qué más da? Es beneficio. Es la forma de
diferenciarte de los campesinos, de los que nunca podrán tener nada más que sus
cuatro piedras amontonadas que tienen por casa, es dinero para mí, no para una
mujer gorda y siete hijos. Mira Canicha, tu padre y yo fuimos amigos de niños,
éramos iguales los dos, ninguno tenía nada que el otro no tuviera y ninguno
carecía de algo que el otro poseyera. ¿Y qué pasó? Tu padre se casó con tu
madre. ¡Claro que era bella cuando de joven! Pero nació tu hermano Juan, y
luego vino Esteban, y tu madre ya no era tan guapa. Cuando tu hermana Gloria
vino al mundo, tu madre ni se molestó en perder su barriga y se puso fea y tu
padre tuvo la necesidad de beber más vino para soportar su desgracia. Sin
embargo, Miguel siguió esforzándose por mantener a tu madre y a sus hijos, y
luego a los que vinisteis después. Tu padre nunca tuvo un real de más. Nunca
tuvo nada. Y míranos ahora, tu padre está muerto y yo he ganado hoy varias
onzas de oro.
−¿Onzas de oro? ¿De qué estás hablando? ¿A
cuánto pagan la grasa humana?
−A onza de oro por onza de unto.
−¿Qué?−Romasanta miraba a su acompañante con
los ojos como paltos. No podía creer lo que estaba oyendo. Era tanto dinero que
no era capaz de cuantificar lo que se podía comprar con una onza de oro.
Ferreiro prosiguió:
−De Sousa lo utiliza para confeccionar
cosméticos, grasa para el cuero de las sillas de montar de los señoritos de la
capital, esta grasa tiene un millón de utilidades y se paga a onza de oro por
onza de unto. Y escúchame bien, si yo no comerciara con esto, otro lo haría y
se ganaría los cuartos que son míos por derecho. Y ahora contéstame: ¿Quién se
pudre bajo tierra comido por los gusanos y quien se beberá otras seis botellas
de Alvariño antes de ir a acostarse?
Romasnta no sabía que contestar. Por una
parte odiaba a Ferreiro por lo que había dicho sobre su madre y por otra parte
reconocía que el desgraciado de su padre estaba enterrado y bien enterrado
mientras su amigo de la infancia nadaba en la abundancia.
Sin embargo, odiaba a Ferreiro por fanfarrón,
por mentiroso, por pervertido, por borracho y por cómo le miraba cuando apuraba
la última botella de vino. Odiaba a aquel hombre igual que había odiado a su
padre y a pesar de ello, su padre estaba muerto y él compartía camino, negocio
y vivencias con el hombre en el que su padre podría haberse convertido de no
haber conocido a María Romasanta. En el fondo Ferreiro tenía razón: Miguel
Blanco y Manuel Ferreiro eran las mismas personas solo que en un momento de su
historia, habían emprendido caminos distintos y eso había contribuido a que sus
vidas fuesen totalmente distintas.
−La grasa esta que vendemos…−proseguía el
buhonero− Yo no sé de dónde viene. A mí me la vende Don Genaro, yo se la compro
y el dinero que me gano, lo gano a cambio de no preguntarme como consigue
llenar el animal de Antonio tantos frascos o con qué. Los negocios son así.
Eran así antes de que llegara yo y así seguirán una vez que me haya ido.
−A onza de oro la onza de unto.−repitió
Romasanta como para ver como sonaba desde sus propios labios.
−A onza de oro la unza de unto.−repitió
Ferreiro enfatizando−te daré una pequeña comisión cuando termine el verano.
Mientras tanto apurémonos que aún nos queda para llegar a Verín.
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