LAS MUJERES DE REBORDECHAO
Esta noche presentamos el capitulo en el que Romasanta conoce las mujeres de Rebordecho:
V
26 DE ABRIL DE 1845
REBORDECHAO, OURENSE
ROMASANTA TIENE 35 AÑOS
1
El joven Luis bajaba por la ladera del monte
con dos vacas y un perro silbando a sus animales y saltando alegre y alborozado
como una cabra montesa. Aquel era un día especial para el niño de nueve años. En
pocas horas el hijo del portugués iba a tomar su primera comunión. Llevaba
varios meses preparándose con el párroco haciendo, sobre todo labores
domésticas como barrer la iglesia y limpiar las vinajeras, el cáliz y la
paterna mientras rezaba todo tipo de oraciones y escuchaba todas las
explicaciones sobre los diferentes misterios de la cristiandad.
Manuel Blanco lo vio llegar desde lejos. Estaba
afanado en atar la tela al aro de madera de un cedazo que le estaba dando más
trabajo que otros que ya había fabricado anteriormente. El mismo había
preparado los dos cercos sobre los cuales debía enganchar la tela. Sin embargo,
después de clavetearla al primer aro, se dio cuenta que este tenía un diámetro
ligeramente más grande de lo apropiado y se le hacía imposible encajar el
segundo cerco sobre el primero.
Romasanta trataba de terminar antes del
mediodía el cedazo que José García Blanco le había encargado porque
quería acicalarse para estar lo más atractivo posible para la fiesta que se iba
a celebrar por la tarde en el pueblo. Igual que Luis, el hijo del portugués,
los demás niños de nueve o diez años iban a celebrar su primer encuentro con
Jesús a través de la comunión y Manuel iba a asistir a la ceremonia y a la
fiesta que los lugareños habían programado para la tarde.
Llevaba viviendo desde hacía un par de meses en
una casa que su amigo Domingo Alonso le había cedido y aunque no pasaba todos
los días en la localidad por prudencia, lo cierto es que la acogida de los
habitantes de Rebordechao le había animado a permanecer en la aldea temporadas
cada vez más largas. El buhonero se ganaba el favor de los vecinos haciendo
todo tipo de trabajos. Hacia labores de carpintería, calcetaba, bordaba, rezaba
el rosario y en una ocasión medió en una compraventa de ganado entre un vecino
de Rebordechao y otro de Montederramo.
Había hecho muy buenas migas con el cura Pedro
Cid. Asistía a misa siempre que se encontraba en el pueblo e incluso ayudaba al
párroco en los oficios cada vez que sus múltiples ocupaciones se lo permitían.
Tampoco había pasado desapercibido para las mujeres, llegando a molestar
incluso a unos cuantos maridos. Había regalado los pocos pañuelos y paños que
le habían quedado de su tienda y obsequiaba habitualmente a las cocineras con
especias que llegaban con dificultad a la aldea, propiciando los comentarios
que las lugareñas se hacían entre ellas sobre lo sabrosos que les quedaban los
guisos. Además, su labia y sus refinados modales hacían de Romasanta una
compañía perfecta para cualquier fémina hastiada de la rudeza de los
hombretones del pueblo. Algunos de esos hombretones amenazaba incluso con
pararle los pies con contundencia si el pequeño buhonero se arrimaba más de lo
normal a su esposa.
Romasanta ya le había echado el ojo a algunas
de las mujeres del pueblo. Naturalmente y sabiendo que le convenía no
enemistarse demasiado con los maridos, Manuel trataba de entablar amistad con
las viudas, las solteras o incluso las separadas. Una de estas mujeres era una
tal Antonia Rúa. La mujer vivía sola con su hija María Dolores de seis años en
una casa demasiado grande para ella. Antonia Rúa Caneiro, apodada “A Vianesa”
era natural de Rebordechao. Nunca había estado casada a pesar de haber tenido
varios escarceos amorosos con mozos de Rebordechao, Montederramo e incluso uno
muy guapo y apuesto que venía de Ourense. Era bella y aun joven, bastante más
alta que la media de sus convecinas, Antonia lucia siempre un largo y lacio
pelo negro que dejaba caer convenientemente sobre sus hombros que acostumbraba
a dejar a menudo a la vista. A pesar de ello, su temperamento arisco esquivo
hacia que los hombres que ya la conocían no se atrevieran demasiado a hablar
con ella. Aun así, Antonia tenía solo una hermana con quien algún día tendría
que compartir la suculenta herencia que sus padres les iban a dejar.
Conclusión, A Vianesa, que solo tenía 4 años menos que él, representaba un
excelente partido o mejor dicho, alguien a quién arrimarse para conseguir
buenos dinerillos.
Luego estaban las hermanas García Blanco. José
y Francisco García Blanco eran buenos amigos de Domingo Alonso y Romasanta
había hecho unos cuantos trabajos de todo tipo para José García, el hermano
mayor. Las hermanas de José, Francisco y Luis, el tercer varón eran cinco,
María, la mayor, Manuela que debía tener unos cuarenta y tantos a pesar de que
aun poseía un más que evidente atractivo,
Josefa, que era un poco mas joven que Manuela, Benita que tenía unos
treinta y tantos y Barbará, la más joven de las hermanas. Todas eran muy
risueñas, alegres y siempre estaban bromeando entre ellas.
Manuela era la más despegada de las hermanas y
quizá la más seria debido a un desengaño amoroso que había tenido no hacía
mucho tiempo. Se había mudado no hacía mucho a Rebordechao desde Laza, el
pueblo de dónde provenían los padres de los García Blanco, para compartir la
vida con uno de Rebordechao. El matrimonio no funcionó y la mujer pasaba el
tiempo entre su localidad natal y el pueblo de su ex marido. A pesar de ello no
desaprovechaba la ocasión de reunirse con su familia para cualquier evento que
se presentara. El evento de aquel día era una de esas ocasiones. Francisco, el
hijo de Benita y Juan, un sobrino de María hacían la comunión y la familia se
había preparado adecuadamente para un buen día de fiesta.
Bajaban precisamente por la calle hacia la casa
de José García, los hermanos Francisco, Manuela y Barbará y Petronila o Petra
como la llamaban en la familia, una niña de unos doce o trece años hija de
Manuela. Francisco debía recoger el cedazo para su hermano que Romasanta estaba
tratando de terminar.
−¡Buenos días! −dijo Francisco desde lejos
levantando la mano como si fuera a alcanzar una nube.
−¡Buenos días! −contestó Manuel intentado
ocultar lo molesto que estaba porque su cliente se había adelantado para
recoger el encargo.─ me temo que vienes demasiado pronto a por el cedazo de tu
hermano. Aun estoy acabándolo.
−Pues no te preocupes, amigo, si te queda poco
esperamos aquí mis hermanas y yo a que termines y si no, pues ya lo entregarás
mañana a José.
−¡Buenos días Luisito! −cortó Bárbara al ver al
joven que llegaba con su rebaño− te tienes que dar prisa en volver a tu casa
que hoy es tu gran día.
−¡Buenos días Señorita García! −contestó el
muchacho cuando pasaba delante de la casa de Romasanta− ya me apresuro.
−¡Espera rapaz! −cortó Francisco parando al
muchacho con la palma de la mano abierta sobre el pecho del joven− Hoy es el
día en que empiezas a hacerte un hombre.
Todos se quedaron mirando al pequeño Luis. Las
hermanas Gracia incluso soltaron una pequeña risotada. Le quedaban todavía unos
cuantos inviernos al joven para hacerse un hombre sin embargo Luisito hinchó su
pecho y levantó ligeramente la barbilla como si fuera un palomo tratando de
impresionar su hembra.
−Manuel, saca un vaso que llevo una botella de
aguardiente aquí que el Luisito va a tener el honor de estrenar.
Romasanta entró en la casa y salió con tres
vasos al cabo de un momento. Francisco cogió un vaso y le pasó la botella a su
hermana Manuela para que ella lo llenara. La niña miraba a su madre, luego al
vaso y luego al niño sin dejar de sonreír.
−No mires así a la botella Petra que esto no es
para ti.
Todos sonrieron al unísono y Romasanta que
estaba al lado de la joven Petra se permitió incluso hacerle una pequeña
caricia en el pelo mostrándole un gesto con el cuerpo y el rostro que pretendía
expresar un “¡Que le vamos a hacer, otra vez será!”.
El niño agarró el vaso con fuerza y bebió el
contenido de un trago rápido y seco. Mientras el ardiente licor atravesaba su
cuerpo, el joven Luis tuvo una serie de espasmos y convulsiones al tiempo que
su rostro se transformaba hasta parecer el de un endemoniado. Todos los que
allí se encontraban estallaron en una sonora carcajada.
−Ahora vas comprendiendo como se sienta uno
cuando deja de ser rapaz −dijo entre risas Francisco−. Manuela, hecha otro
vaso.
Manuela volvió a llenar el vaso y Francisco
volvió a tendérselo al niño.
−¡Toma! ¿Te gusta?
El niño apenas pudo improvisar una sonrisa
forzada y su movimiento de cabeza era una mezcla entre un sí y un no.
−¡Bebe! −ordenó de nuevo Francisco.
Luisiño se bebió de nuevo el vaso de un trago y
volvió a los espasmos. De nuevo todos echaron a reír menos Manuela que empezaba
a encontrar la broma como ya gastada.
−¿Como está tu padre Luisito? −preguntó
Bárbara.
−Ahí sigue. Que no se levanta de la cama −contestó
el niño.
−El padre de Luis, el Portugués
que le dicen − explicaba Francisco a Romasanta−, lleva el pobre unos meses en
cama sin poder levantarse. No se sabe que tiene. Un día vino de la sierra con
la mula y dijo que se había encontrado con una luz que le había quitado la
vida. Y si parecía que lo había hecho, porque la mula no duró ni dos días, que
murió echando una peste a cieno y a perro muerto que tiraba para atrás. Luego
el Portugés, que siempre había sido un hombre alto y fuerte, trabajador como el
que más, cayó enfermo, se secó como una pasa y parecía haber envejecido
cuarenta años en muy pocos días. Nadie sabe qué le pasó allí arriba, lo que si
sabemos que está bien jodido.
Romasanta miró al pequeño Luis y le puso la
mano en el hombro como en gesto de condolencia.
−Ahora, todo el trabajo queda en manos de los
rapaces. Menos mal que son trabajadores todos. Llevan la casa como si fueran
ellos el padre. ¡Toma Luis! ¡Bebe otro vaso!
El niño bebió de un trago y empezó a
tambalearse hacia atrás. Manuel Blanco lo sujetó poniéndole la mano abierta en
la espalda. Esto impidió que el niño cayera al suelo pegando una culada que a
buen seguro habría divertido a todos los que estaban allí. Esto sin embargo no
evitó que Los Hermanos García Blanco y Romasanta sonrieran ante la cómica
situación que se estaba produciendo en aquellos momentos. Francisco ordenó a su
hermana Manuela que le llenara de nuevo el vaso. La mujer mostró de pronto un
semblante más grave. Agarró violentamente el vaso de la mano del niño y dijo:
−No.
Las risas desaparecieron de golpe y todos se
giraron hacia la esbelta mujer.
−Este rapaz ya ha bebido bastante. ¿O es que
quieres emborracharle el día de su comunión?
Se hizo un incómodo silencio. Los adultos se
miraron unos a otros y de nuevo volvieron la mirada hacia el varón de los
García Blanco. Francisco volvió a sonreír y dándole unas palmadas en el hombro
al niño dijo:
−Tienes razón, Manuela. ¡Anda, rapaz, vete a
casa a prepararte, no vayas a llegar tarde a la iglesia.
Manuel se quedó mirando a Manuela y se
maravilló de cómo había cortado la escena con tanta contundencia. Y es que la
mujer, a pesar de sus ropas negras y humildes mostraba un porte orgulloso y
altivo. Con sus cuarenta y tantos años, Manuela García Blanco dejaba adivinar
debajo de sus ropas, un cuerpo que invitaba descaradamente al pecado. No era
delgada ni mostraba ningún exceso de peso. Tampoco era muy alta. Su estatura
podía medirse en unos cinco pies o cinco pies unas pulgadas. Tenía las caderas
algo anchas pero eso resaltaba la silueta de una mujer que se dibujaba con unas
medidas perfectas.
La mujer se percató entonces de la mirada que
el pequeño buhonero le echaba y sin perder su pose arrogante devolvió a
Romasanta una casi imperceptibles sonrisa. Manuel sonrió a su vez complacido
mientras pensaba “¡Vaya mujer!”
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