UN BUEN SAMARITANO QUE NUNCA DEBIÓ SERLO



Extracto de un capítulo de la segunda parte: 

1

        Parecía tener tierra en los ojos y un mareo que estaba a punto de hacerle perder el equilibrio cuando abrió la pesada puerta de madera de la minúscula capilla de aquel perdido lugar. Frente a él había un puñado de sillas de anea y al fondo un pequeño atril con la figura del Cristo Crucificado al fondo. Avanzó arrastrando los pies hasta llegar casi al altar y allí se arrodilló ante la figura de Jesús y se puso a rezar cruzando las manos y apoyando los codos en una de las sillas.
        −Pater Noster qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum.
        No tuvo tiempo de recitar nada más. Por fin se había quedado dormido. Sintió la placentera sensación de dejarse llevar por las aguas de la inconsciencia y dejó que su mente se llenara de imágenes y de situaciones fantásticas, oníricas, irreales.
        − ¡Perdona que te importune en tu larga meditación amable viajero!
        La voz sonó como un martillo en la cabeza de Manuel Blanco. Abrió los ojos con dificultad, daba la impresión de que se le habían llenado de arena y que las lágrimas habían formado una fina capa de barro que le impedía despegar los párpados. La primera imagen que consiguió ver era borrosa, muy blanca, con apenas unas pocas manchas de colores. Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir como una lechuza acechando en la noche. La imagen empezaba a tomar forma.
        Seguía arrodillado y con los codos apoyados en la silla. Levantó la vista y se encontró frente a un hombre de estatura media, vestido con ropas sencillas pero limpias, con una edad que bien podía rondar la cincuentena a pesar de las pocas arrugas que le poblaban el rostro. El hombre sonreía mientras extendía la mano derecha con la palma hacia arriba. Movía los labios pero Manuel no entendía lo que decía. Tan solo parecía un sonido apagado, hueco. Poco a poco, la realidad fue ganando terreno al sueño del el que Romasanta se resistía a salir.
        −Permítame presentarme amigo, mi nombre es Tomás Jiménez y en verdad que estoy maravillado ante su capacidad para el recogimiento y la oración. Jamás en mi vida había visto algo así de no ser por aquel monje que conocimos en…
        −Perdone. ¿Cómo ha dicho?
        Romasanta reprimió un gruñido aunque no pudo ocultar el fastidio que le producía haber sido despertado por aquel hombre. El tal Jimenez en cambio no pareció percatarse de lo molesto que estaba y siguió hablando como si nada.
        −Tomás Jiménez−insistió el hombre−me llamo Tomás Jiménez, me llamo Tomás Jiménez.
        Sonrió al ver a Romasanta asombrado y prosiguió.
        −Por lo que veo, estaba usted muy sumido en su meditación. Eso es bueno, le acerca mucho más a Dios ¿verdad? Eso es propio de un hombre realmente pío. Hay pocos por aquí que sean píos de verdad. Las gentes de esta aldea no lo son, ni se le acercan. Vienen a misa los domingos porque está mandado por Dios pero si por ellos fuera…
        Romasanta intentó sonreír pero no pudo. Aquel becerro que le había despertado estaba allí frente a él hablando sin parar de meditación, y de las gentes del pueblo mientras que él solo anhelaba cerrar los ojos y desaparecer de aquel lugar.
        −Manuel Blanco Romasanta.− dijo, mientras le extendía la mano derecha sin mucho ánimo.
        −Son unos asnos, incultos−seguía diciendo el hombre− y… ¿Qué?
        −Manuel Blanco Romasanta.
        − ¡Encantado señor Blanco!−dijo el hombre mientras apretaba sin fuera la mano de Romasanta−...como le decía, las gentes de este lugar son…
        −Encantado señor, −cortó Romasnta sonriendo ligeramente− lamentablemente voy a tener que dejarle. Aún tengo un largo camino a…
        − ¿No pensará usted marcharse ahora?
−Pues sí, yo…
−Está lloviendo a mares.
−La verdad es que tengo que llegar a… ¿Qué?
−Que está lloviendo a mares.
El hombre sonreía poniendo unos ojitos muy pequeños y con unos movimientos rítmicos de los hombros y señalando a la puerta.
− ¿No escucha la tormenta?
¿Tormenta? pensó Romasanta. Hacia un sol radiante cuando entró en la capilla.
− ¿Cuánto tiempo...?−balbuceó Manuel girándose de nuevo hacía el hombre.
− ¿Cuánto tiempo qué?
− ¿Pues, cuánto tiempo...?−intentaba explicarse con gestos, con giros de las palmas, los ojos bien abiertos y los hombros encogidos.
−¿Quiere decir que cuanto tiempo lleva aquí meditando? −concluyo por fin el tal Tomas Jiménez sonriendo de nuevo−pues le he visto entrar en la capilla hace menos de una hora, y creo que lleva usted todo este tiempo arrodillado ante el altísimo.
“¡Solo he dormido una hora!” pensó Romasanta mientras un fuerte dolor de cabeza le presionaba las sienes y sentía un ligero mareo. Miró de nuevo hacia la puerta y comprobó como la tormenta arreciaba al exterior. A pesar de ser solo el mediodía, el cielo estaba tan oscuro como al anochecer. Aún así quería salir de aquel lugar. Quería escapar de aquel hombre que no paraba de hablar y que hacía que su dolor de cabeza aumentara por momentos.
−…a mi casa se entra desde esta capilla y tendré el gusto de invitarle a comer un suculento potaje con una de las botellas de vino que a bien tuvo dejarme mi amo.
Romasanta aún miraba la capilla buscando la manera de salir de allí y correr como el diablo bajo la tormenta hacia su carreta.
− ¡Ah, veo que usted se sorprende por ello!−seguía diciendo el hombre−es que no le he contado que fui criado del Prior de San Pedro de Rocas, el cenobio más antiguo de Galicia. Mi amo era un hombre bueno, justo y pío, tal como usted…
− ¡Debo irme de verdad!
−…Justo y pio como los católicos verdaderos, que miran siempre por los demás antes que por ellos mismos. Mi amo, el Padre Martin, que Dios lo tenga en su gloria, me enseñó todo lo que sé, todo lo que soy…
−Señor, se lo ruego…
−Una de las cualidades que me enseñó mi amo es la de ayudar a quién esté en apuros y por eso, no dejaré que usted se marche de mi casa sin comer como se merece…
− ¡No si yo…!
−Insisto−prosiguió el hombre mientras empujaba a Romasanta hacia una puerta situada a la derecha del altar−es mi deber auxiliarle y así lo hago.


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